PD.: Ahora voy a dedicar los capítulos, y este va para mi asesina personal, Ro :3 Gracias por tener piedad y darme conversación en clase.
-----------------------------------------------------------
Capítulo 13.
–Nergal –masculló Ancel, todavía con sus labios contra los
míos.
A regañadientes, se alejó poco a poco, sin quitar todavía
una de sus manos de mi cintura, con la que me atrajo hacia él, en un intento de
protegerme. Supuse que de Nergal.
O de lo que pudiera decir, porque en la puerta se había
plantado un chico de unos doce años de aspecto culto. Unas gafas de pasta que
parecían demasiado grandes para su cara le adornaban los ojos. Llevaba el pelo
engominado, negro, y portaba un traje con corbata.
–¿Has llegado de la guardería? –inquirí, con las cejas
arqueadas.
Ancel luchó por contener la risa junto a mí.
–Al menos yo he aprendido algo. ¿Y vosotros? ¿Ya sabéis cómo
mover la lengua? –Contraatacó él.
–¿La has movido tú alguna vez para algo más que para dar el
coñazo? –respondió Ancel.
–Van a ser unas clases divertidas –murmuró Nergal, sin
contestar a la provocación.
Después abandonó su sitio en la puerta y marchó por el
pasillo, dejándonos a Ancel y a mí sumidos en un silencio demasiado incómodo.
Él se llevó la mano a la nuca, claramente azorado. Y no se
me ocurrió otra cosa que reír.
–¿Qué te hace tanta gracia? –dijo Ancel, a la defensiva.
–Tú –respondí, todavía en carcajadas.
–¿Yo? –Levantó las cejas.
–¿Es que nunca habías besado a una chica?
–No a una que realmente me atrajera.
Yo sonreí, mirándole directamente a los ojos.
Entonces, unos golpes en la puerta nos interrumpieron.
Ancel maldijo y se acercó para abrir… O no. Porque gritó a
través de la madera:
–¡Vuelve después!
–Lucifer requiere vuestra presencia.
Ancel volvió a maldecir y giró el picaporte.
En el umbral de la puerta había un chico de unos veinticinco
años que nos miraba de soslayo.
Se apartó de sopetón cuando Ancel salió, puesto que estaba
bien dispuesto a llevarse al mensajero por delante.
Era evidente que estaba enfadado, pero ¿por qué?
Una sonrisa se formó en mis labios mientras avanzaba detrás
de Ancel.
¿Era posible que le gustara? Sin duda tendría que investigar
acerca de sus “amores”, sabiendo perfectamente que más de una había mantenido
una relación con él que sobrepasaba la amistad.
Eso sí, ¿hasta qué punto?
Y además, ¿quería yo seguir con él? Lo mejor sería dejarlo
pasar. No sentía nada, suponiendo que se pudiera.
Bueno, quizá si sentía algo.
Cuando llegamos a la escalera, dos militares, ataviados con
el correspondiente uniforme color caqui, se apostillaron en nuestra
retaguardia. Dos espadas colgaban de sendos cinturones, así como todo tipo de
dagas.
Ancel frunció el ceño, pero no dijo nada y siguió escalón
tras escalón.
Musitel también estaba colgada de su cintura, y parecía
tener un alma propia, pues una energía similar a la de Ancel manaba de la vaina.
En el salón se hallaba Nergal, hablando con otros dos
espíritus. Detrás de ellos se encontraba Lucifer.
–Tan solo acaba de llegar, Ancel –dijo.
Miré a mi compañero sin entender las palabras de Satanás,
pero él parecía haberlas pillado. Y, por su cara, supe que no eran bonitas.
En lugar de responder a Lucifer, se volvió hacia Nergal, a
quien pareció crucificar con una mirada.
–Bastardo asqueroso –masculló.
Y, mientras yo comprendía que la venganza de Nergal había
sido el contarle lo de nuestro beso a Lucifer, Ancel estaba ya con una daga
rodeando el cuello de Nergal.
Los otros dos comisarios miraban la escena con asombro,
mientras que el Príncipe de las Tinieblas sonreía con suficiencia.
Nergal comenzó a patalear, en un intento de quitarse a Ancel
de encima. No obstante, era evidente que no iba a conseguirlo.
–Podría matarte ahora mismo, aquí mismo, niñato insolente
–masculló, tan cerca del oído de Nergal que me costó oírlo–. Pero en su lugar,
te reto a un duelo.
Y se separó de él, desenvainando a Musitel. Nergal miró con
el miedo pintado en los ojos a Ancel, y después a Satanás, quien se limitó a
asentir y sonreír de satisfacción.
Sin duda parecía divertido.
Nergal tragó saliva.
–Pero… ¿a muerte? –inquirió, vacilante.
–Demuestra lo bueno que eres, chavalín –le provocó Ancel.
–Basta, Ancel –Satanás se cruzó de brazos–. No será a
muerte, pero si pierdes, Nergal, me temo que tendrás que ser castigado.
–¿De qué forma, Señor? –Su voz era apenas un hilillo,
escasamente audible.
–Si te rindes, estarás a las órdenes de Ancel durante cien
años completos. Si te gana, serás humillado públicamente y relevado de tu
cargo.
Los ojos de Nergal se abrieron como platos.
–No… no puede hacer eso.
–Claro que puedo. ¿Acaso lo dudas? –El tono de Lucifer era
peligroso.
–No, no mi Señor. Pero soy el mejor en mi trabajo.
–Bueno, pues te encargarás de hacer a Leyna la mejor.
Y dicho eso, se volvió hacia los comisarios, dando por
finalizada la conversación.
–Traed a Sycret.
Un espíritu, que debía de ser un sirviente, salió del salón
escaleras arriba. Tiempo después volvió con una vaina entre las manos.
Supuse que sería la espada de Nergal.
Se la entregó a Lucifer, quien la desenvainó y la observó
con detenimiento.
En la empuñadura había grabado un escudo con una frase
debajo. Ésta estaba en algún idioma totalmente desconocido para mí, por lo que
no pude saber lo que significaba. El filo era ancho, pero fino, por lo que
debía cortar bien.
Musitel, por el contrario, tenía una punta también fina,
pero no tan ancha, lo que facilitaba el manejo. La empuñadura conservaba un
color azulado, que parecía parpadear bajo la luz cegadora en la que estaba
sumido el Averno.
–En guardia –dijo Lucifer.
Ancel miró desafiante al niño, que, por el contrario,
resultaba evidente que estaba asustado.
Era unas tres cabezas más bajo que su adversario, e
infinitamente más delgado. En el cuerpo de Nergal, la musculatura brillaba por
su ausencia.
Sin embargo, levantó su arma y encaró a Ancel.
Hicieron el saludo correspondiente y la batalla empezó.
Ancel fue el primero en atacar, algo que solía hacer
normalmente, pude adivinar. Nergal ya se lo estaba esperando, por lo que
esquivó el golpe con agilidad y se apartó del camino de Musitel, que cruzó el
aire rauda y peligrosamente veloz.
Ancel hizo un quiebro y volvió a lanzar un ataque, que
Nergal tuvo que parar con dificultad. De nuevo, el filo de Musitel se movió por
el aire con una rapidez alarmante, y, al instante, se encontraba yendo contra
el costado de Nergal.
Éste tuvo que dar un traspié para evitar que la espada
perforase sus costillas, pero perdió el equilibrio y se precipitó hacia atrás.
Ancel iba a abalanzarse sobre él cuando una patada de su
adversario le llegó a la entrepierna.
Creo que yo me estremecí de dolor más que él.
Ancel se dobló por la mitad, con la cara contraída en una
mueca de dolor, mientras Nergal se alejaba y se ponía en pie.
–Las patadas… no… valen –masculló Ancel.
Nergal se encogió de hombros, indiferente.
Mi compañero miró de soslayo a Lucifer, que lo único que
hizo fue mirarle divertido.
Al parecer, en ese duelo, todo valía.
Nergal, en lugar de atacar a Ancel estando desprotegido, se
tomó el tiempo en el que su oponente se recuperaba para recobrarse.
Bien era verdad que no se cansaban, pero Nergal estaba en
clara desventaja.
Cuando el chico de ojos ambarinos se hubo recobrado, esperé
una cara repleta de enfado, pero en su lugar encontré unos ojos fríos y una
expresión aparentemente apacible.
Recordé la vez en la que Ancel me había dicho que debería
verlo luchando, y, por primera vez, fui consciente de que todos los golpes
anteriores habían sido un juego, una preparación para entretenerse.
Ahora era cuando iba en serio.
Nergal también pareció darse cuenta, porque dio un paso
atrás al advertir la distante mirada de su peligroso adversario.
Por un momento, los ojos de ambos se encontraron, y Ancel le
escrutó la mirada.
Nergal comenzó a temblar de miedo, sin poder separar su
vista de la de Ancel.
–Para… –era un susurro apenas audible–. ¡¡PARA!! –gritó
entonces.
Ancel rompió el contacto visual.
–¿No valía todo? –preguntó, con una voz fría y distante.
–¡No el usar tu poder! ¡Yo no tengo ninguno!
–Habértelo pensado antes de darme esa patada.
Eché un rápido vistazo a la sala. Los dos comisarios se
habían apartado y cuchicheaban al pie de la escalera, claramente alterados.
–Basta –la voz de Lucifer detuvo la pelea–. Quiero ver un
duelo, no una discusión de críos.
–Que es lo que es –masculló Ancel en voz muy baja.
Se volvieron a separar y a encarar, en guardia.
–Empezad.
Esta vez, Ancel no se movió. Nergal, claramente confuso por
un momento, se quedó parado en su sitio, para luego arremeter contra mi amigo.
Sin embargo, su espada solo se encontró con aire.
Ancel se había movido rapidísimo y había conseguido
colocarse detrás de Nergal. Supe que estaba esperando para poder divertirse un
poco, pero en cuanto se hartara de la pantomima, Nergal caería en cuestión de
segundos.
Éste se volvió, a tiempo de colocar su arma entre su cuerpo
y Musitel, que un momento después volvía con otro ataque.
Ancel combinaba perfectamente cada golpe, embistiendo en los
lugares menos protegidos y sorprendiendo a Nergal en muchas ocasiones.
Al final, después de un tiempo en el que Nergal no hacía más
que esquivar y colocar la espada para evitar que le atravesara, Ancel hizo su
golpe maestro.
Atacó el costado izquierdo de Nergal, claramente
desprotegido, y lo atravesó de verdad.
Fue en ese momento en el que me percaté de que cada golpe de
Ancel había sido retirado antes de llegar a su objetivo. No era Nergal quien
paraba los golpes, sino el propio Ancel. El ruido metálico que se oía, era el
producido al rozarse los dos filos cuando Musitel volvía de nuevo para lanzar
otro ataque.
No obstante, ahora sí había llegado.
Un grito de dolor agudo atravesó la sala, que hizo sonreír a
Lucifer.
Pero Ancel no había acabado.
Dio una vuelta, levantando su espada en alto, dispuesto a
matar a Nergal.
Miré a Satanás en busca de ayuda, pero solo encontré
silencio.
–¡Lo va a matar! –chillé.
–Que lo haga. Tengo espías en otras partes.
No obstante, no pude evitarlo.
Me abalancé sobre Ancel con toda la velocidad que pude –que
no era poca–, y conseguí desestabilizarlo.
Él, aún con la espada en alto, me miró con esos ojos
ambarinos que se habían vuelto fríos.
–Apártate, Leyna.
–No voy a dejar que mates a mi tutor.
–Yo seré tu tutor.
–Puede sernos útil, Ancel –ahora era mi voz la que iba
cargada de amenaza.
–¡Esperad! –exclamó Lucifer, claramente excitado–. ¿Por qué
no lucháis vosotros dos? Así puedo ver el nivel de Leyna con la espada. Quien
gane decidirá el destino del joven Nergal.
–Lo siento –le dije, sin sentirlo de verdad. Simplemente,
era una manera de anunciar que estaba claro que iba a perder.
Ancel protestó en seguida:
–No voy a luchar contra ella.
–¿Por qué no? ¿Es que tienes miedo de que te gane? –intervino
Nergal.
–Cierra el pico, niño –le recriminé.
Él masculló algo por lo bajo, pero no dijo nada más.
–Traed dos espadas de entrenamiento –ordenó Lucifer.
Ancel resopló y se puso a mi lado.
–Intenta no hacerme daño –susurró a mi oído.
Yo reí levemente.
–¿Y lo dices tú?
–Claro que lo digo.
–Ancel, sé realista. Te acabo ver pelear, y eres el mejor.
Pero, ¿me has visto alguna vez a mí luchando?
–No –contestó él, taciturno.
–Eso es porque nunca lo he hecho.
Él reprimió una sonrisilla.
–Bueno, pero, ¿quién se tira encima del General cuando está
hecho una furia y a punto de matar a alguien?
–Tal como lo dices, yo soy la única loca que lo ha hecho.
Él se encogió de hombros. Cuando iba a replicar, Lucifer le
cortó:
–Vamos, tortolitos –miró a Ancel, como con aburrimiento–.
Pelea bien.
Ancel esbozó una sonrisa de suficiencia y le aguantó la
mirada a su Emperador durante unos segundos. Después se volvió hacia mí, con
las comisuras de la boca ligeramente levantadas.
He de decir que así estaba irresistible.
Levanté la espada de madera, que pesaba más de lo que esperaba.
Era un simple palo con la forma de la espada, pero puedo asegurar que no estaba
hueco.
Ancel, no obstante, empuñaba su arma con gran facilidad.
Hice una mueca.
–En guardia –dijo.
Resoplé y puse el tocón –perdón, espada– entre Ancel y mi
cuerpo.
Ancel murmuró un “lo siento”, y, cuando Lucifer dio la orden
de empezar, arremetió contra mí, fintó, se me puso detrás, y en menos de dos
segundos, yo ya estaba desarmada, en el suelo, y con Ancel encima de mí,
haciendo presión.
“Oh, sí, muy bien, Leyna. Ha tardado dos segundos en
derrumbarte, así que has durado más de lo que pensabas, al fin y al cabo” me
dije.
Ancel rio y se apartó de mí, ayudándome a ponerme en pie. Un
calambre recorrió lo que una vez había sido mi espina dorsal mientras enfocaba
la vista.
Nergal seguía apoyado contra la pared, observándonos con el
ceño fruncido.
–Qué, Leyna Shellow, ¿se te ha olvidado cómo coger una
espada? De hecho, ¿sabes siquiera lo que es? –dijo, con una sonrisa suntuosa en
el rostro.
Iba a contestarle de manera humillante, pero una daga salió
volando desde algún punto a mi espalda y fue a clavarse justo en el centro de
la mano del chico, haciéndole soltar un improperio mientras trataba de no gritar.
Ancel me alcanzó en dos zancadas.
–Vuelve a comportarte como el completo idiota que eres y lo
lanzo un poco más hacia la izquierda, a ver si así puedo perderte de vista –su
tono era frío y calculador–. Además, ahora tu destino está en mis manos.
Nergal soltó un juramento y dirigió su mirada a Lucifer,
quien se encogió de hombros y luego fijó su vista en Ancel, y luego a mí. De
vuelta a Ancel, y de nuevo a mí.
Estuvo así un buen rato, supuse que para sopesar sus ideas,
hasta que al final dijo:
–Tendrás que trabajar, Leyna, para llegar a colocarte entre
los mejores Purgadores –suspiró–. Os quiero aquí puntuales el domingo.
–Me pensaré tu humillación –Nergal estaba claramente
enfadado con mi amigo.
Luego, Ancel me tocó el brazo para indicarme que le siguiera
escaleras arriba, hacia la habitación.
Cuando llegamos al primer piso, se detuvo frente a la
puerta, tapándome la entrada con su atlético cuerpo.
–Creo que eres la primera persona que hace suspirar a
Satanás en todo el tiempo que llevo aquí.
Arqueé las cejas.
–¿Eso es bueno?
Él rio por lo bajo.
–Depende.
Sacudí la cabeza y le aparté el brazo para abrir la puerta y
pasar dentro. Él accedió y me siguió al interior, donde se sentó en la cama.
–¿Ancel? –le llamé.
–¿Qué?
–¿Qué es un Purgador?
Él se pasó la mano por la nuca, vacilante.
–¿Confías en mí?
–inquirió de pronto.
–No sé qué tiene eso que ver con…
–¿Confías en mí? –insistió.
–¿Debería? –contraataqué.
Eso le arrancó una amplia sonrisa torcida de las suyas.
–No, no deberías. Pero lo haces –adivinó.
–Me gusta el deporte extremo –me encogí de hombros.
–Esto es más que extremo.
–Mejor aún –contesté.
Él rio una vez más y luego se levantó para ponerse en frente
de mí.
Colocó las manos en mis hombros y cerró los ojos. Yo le
imité, un poco vacilante, intentando adivinar sus intenciones.
¿Se había vuelto loco o me estaba gastando una broma?
Probablemente no sería ninguna de las dos, pero era una
bonita manera de esconder el miedo.
Noté cómo un calor conocido invadía mi cabeza. Imágenes
pasaron raudas por delante de mis ojos cerrados.
De alguna forma, entendí lo que estaba pasando, a pesar de
no tener ni idea de cómo lo había conseguido.
Ancel se había introducido en mi mente.