¿Qué te parece la historia

viernes, 11 de julio de 2014

Capítulo 20.

¡Hola! Lo primerísimo de todo que voy a hacer hoy es disculparme. Pensé que con la llegada del verano tendría más tiempo para escribir y, quizá, que podría hasta acabar la novela. Me equivoqué. No he parado quieta, apenas he cogido el ordenador, y, cuando lo hago, me bloqueo. He tenido que hacer muchos cambios en la historia, cosas que no me esperaba, y que necesito preparar. Creo que es una gran idea, pero habrá que esperar un poco más. He tardado mucho en subir este capítulo, porque no avanzaba nada con la novela. Por eso, como por fin he conseguido terminar el condenado capítulo 21, subo este. No obstante, voy a pedir que me deis un tiempo para reorganizar mis ideas y retomar la novela de nuevo, cuando lo tenga todo claro. No sirve de nada que siga subiendo capítulos que están mal escritos. Prefiero esperar un tiempo y luego escribir bien, y creo que todos preferís eso.
Pero bueno, es lo que hay, aunque me da pena. También, estaré inactiva desde el 18 al 3 de agosto o así. Intentaré terminar el 22 para subir el 21 el jueves, pero no puedo prometer nada.
¿Qué más...? No mucho. Solo decir que, como es habitual, el capítulo no va corregido. Además, este es bastante larguito (18 páginas).
Y... creo que eso es todo. Feliz verano a todos, y espero que disfrutéis mucho.

A todos los escritores del planeta, que hacen lo que hacen con ilusión, ya sea para los lectores, para ellos mismos, o para nadie. Gracias por enseñarnos tanto con un puñado de palabras.

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Capítulo 20.
Hubo un momento de confusión, en el que los tres nos miramos sin saber muy bien qué hacer. Los ojos ambarinos de Ancel expresaban un brillo de desconfianza, escrutando la maleza que nos rodeaba, en busca de aquel que nos había salvado, o que trataba de mandarnos al Limbo.
Aunque, pensándolo mejor, podría habernos disparado ya.
–Si es un Purgador, estad atentos –advirtió Ancel.
–¿Y qué demonios vamos a hacer ahora? ¿No deberíamos continuar? –preguntó Tom.
Ancel sopesó nuestras opciones.
–Tienes razón. Sigamos.
Echó a andar en una dirección, y pronto su cuerpo volvió a estar oculto por la maleza.
Tom y yo le seguimos de cerca, procurando no perderle de vista. Observé la espalda de Ancel con detenimiento, sus musculados hombros y definida corpulencia. El pelo castaño se le rizaba en la nuca, formando graciosos remolinos. Musitel colgaba de la vaina, tapándome una gran parte de la visión.
Cuando llevábamos un buen rato andando, Ancel se detuvo en seco, mirando hacia todas partes, escrutando la maleza.
–¿Qué…? –empecé, pero Ancel me cortó.
–Shh, he escuchado algo.
Se giró de nuevo hacia la espesa vegetación, frunciendo el ceño. En ese momento, unos ojos saltones totalmente fuera de lugar asomaron del follaje, sobresaltándonos a todos.
Estaban puestos en una cara seria, surcada por arrugas y adornada con una larga barba blanca. El hombre llevaba un sombrero cubriendo lo que, supuse, era una calva.
Había un brillo inteligente en sus ojos, mezclado con la hostilidad irritada de alguien mayor que no soporta la incompetencia.
–¡Zanetti! –exclamó, alzando su bastón.
Mi amigo esbozó una media sonrisa.
–Hola de nuevo, Ernest.
–¿Qué haces por aquí?
No se me pasó por alto que el anciano nos había ignorado por completo tanto a Tom como a mí. No es que me importara, pero teníamos cosas importantes que hacer.
El rostro de Ancel se puso serio ante la pregunta del hombre.
–Tienes que ayudarnos.


La cabaña que Ernest consideraba su hogar no estaba lejos del lugar donde nos había encontrado. Era una destartalada construcción de madera, con un tejado que no parecía estable y una puerta medio desencajada.
–Así que fuiste tú quien mandó a Rigel al limbo. ¿Por qué? –preguntó Tom, una vez dentro.
El hombre correteaba alrededor, recogiendo libros, hojas sueltas, y demás porquería acumulada.
–Bueno, no voy a dejar que os Conviertan. Menos a Ancel.
La mirada que en ese momento le dirigió me hizo preguntarme si habrían compartido alguna experiencia en el pasado. Todo apuntaba a ello.
–¿Qué necesitáis, jóvenes?
Después de saludar a Ancel, Ernest había reparado por fin en los otros dos Purgadores que había a su lado, pero cuando formuló la pregunta, miraba a Ancel.
–¿No te has enterado? –dijo este.
–¿Cómo lo habría hecho? Ya nadie se acuerda del viejo loco que se fue del Consejo –replicó el hombre, esbozando una amarga sonrisa.
–¿Te fuiste del Consejo? –intervine yo–. ¿Por qué?
Ernest me observó durante unos momentos. No, más bien, a mí no. A mi esencia, que brillaba con una luz más fuerte que nunca a mis ojos. Estaba iluminada con un resplandor rojizo mucho más intenso que el de Ancel, Tom o el propio Ernest.
Entrecerró los ojos, con la comisura de los labios levemente alzada, en un indicio de sonrisa.
–Leyna Shellow, ¿eh? He oído muchas habladurías por ahí, pero no creía que fueras real.
Yo no hice más que sostenerle la mirada. ¿Qué podía decir, si no?
–¿Cómo sabes mi nombre? –Fue lo único que se me ocurrió.
–Sé muchas cosas, muchacha. ¿No te ha hablado Ancel de mí?
–Lo cierto es que no he tenido mucho tiempo, Ernest. Han pasado muchas cosas.
–Eso parece, sí. Ponme al día, te lo suplico.
Estuvimos durante casi dos horas hablándole a Ernest desde mi muerte hasta que nos había encontrado y salvado en el bosque.
El anciano no movió ni un solo músculo durante nuestro relato, en el que participamos Ancel y yo mayoritariamente. Nos saltamos detalles como nuestros besos, o el hecho de que Tom y yo éramos conocidos.
Ancel no aportó ningún detalle extra, como yo había creído que haría. Se limitó a contar toda la historia que yo ya conocía.
–Interesante –musitó Ernest una vez hubimos terminado–. Realmente interesante.
Los tres escrutamos su semblante, a la espera de que añadiera algo más. Lo hizo después de un corto espacio de tiempo.
–Según lo que me has contado, deberías ir a ver a las Parcas para que Lucifer no tenga modo de encontrarte u obstaculizarte.
–Es por eso por lo que he venido –contestó Ancel–. Leyna necesita entrenamiento, y debo ir solo a Zemla.
–Imposible. Ella debería acompañarte.
–Cierto –dije yo.
–Ni de coña –replicó Ancel.
–Piénsalo bien, chico –Ernest se levantó del lugar donde estaba sentado–. Los dos bandos os buscan a ti y a Leyna, pero nadie quiere deshacerse de Tom. Si la dejas aquí, ni él ni yo vamos a poder evitar que alguien se la lleve. Está más segura a tu lado. Además, creo que a ella no le gustaría separarse de ti –la sonrisa pícara que me dirigió hizo que me sonrojara hasta las orejas.
Entonces, su expresión se tornó seria, y sus ojos se abrieron mucho.
–¿Cómo es posible…? –farfulló.
Sus ojos pasaron de Ancel a mí y de vuelta a Ancel. Pude notar mi creciente preocupación, así como la de mi amigo.
–¿Qué? –preguntó.
–¿Acabas de…? ¿Te acabas de sonrojar? –balbuceó el hombre.
Yo miré a Ancel en busca de ayuda, quien se rascó la nuca con inquietud.
–Oh.
Ernest lo había comprendido por fin. Pero, ¿el qué?
–Entonces estás en muy grave peligro, Shellow. Tenéis que iros ya –nos apremió.
–¿Qué pasará con Tom? –pregunté, sin poderlo evitar.
–Le enseñaré todo lo que aún no le habéis enseñado vosotros, y más de lo que podríais haberle enseñado nunca –Ernest sonrió–. Un placer conocerte, Shellow.
Asentí con la cabeza en dirección al anciano, y luego hacia Tom, que respondió con un gesto.
–Cuídate –le dije.
–Volveremos para llevarle a Eroz. Trata de entrenarle un poco también en el arte de la lucha –Ancel estaba serio.
–Supongo que te encargarás de adiestrar tú mismo a Leyna. En el paso de Caronte podéis parar.
Nadie añadió nada más. Ernest nos observó desde su puesto, al lado de lo que parecía una cocina, mientras que Tom nos vio marchar sentado en un sillón.
Su pelo castaño fue lo último que vi antes de que se cerrara la puerta.


Ancel y yo caminamos durante horas, hablando sobre temas banales, hasta que surgió el asunto de Ernest.
–¿Es verdad que se fue del Consejo? ¿O solo está degenerado por la edad?
Ancel emitió una leve carcajada.
–Es verdad.
–¿Y qué pasó?
–Era demasiado listo.
Arqueé las cejas, incrédula.
–Me estás tomando el pelo –sentencié.
–¡No! Es verdad.
Sus ojos ambarinos refulgieron con un brillo de picardía.
Se detuvo y me miró con intensidad, como si sus ojos, dorados, de repente me quemaran. Una media sonrisa cruzaba su rostro conforme este se acercaba, acabando con la distancia entre ambos.
Cuando sus labios rozaron los míos, sentí una descarga de calor que me recorrió el alma entera. Me sujetó la cabeza con una mano, mientras la otra se deslizaba suavemente a mi cintura.
Coloqué mis dedos en su nuca, revolviéndole los mechones sueltos que formaban remolinos en el cuello de su camisa.
La presión de su boca contra la mía se incrementó, llegando a ser hasta fiera. Noté la esencia de Ancel pegada a la mía, fusionándose ambas con cada segundo que pasaba, forjando nuestra relación.
Oímos un ruido a lo lejos, pero ninguno de los dos se molestó en investigar. No hasta que fue demasiado tarde.
–Vaya, vaya. Esta es la segunda, Ancel.
Los dos nos giramos a la vez, encarando a la esencia más irritable del Otro Lado, la Tierra, y cualquier plano espacio-temporal existente.
Sin embargo, esta vez no estaba solo. Detrás de él, dos de los guardias de Lucifer, armados hasta las cejas, nos contemplaban impasibles.
–Cogedlos –ordenó Nergal.
Rebusqué en mis bolsillos, procurando que no me viera nadie. Al fin, tomé uno de los dardos, que no había devuelto a Ancel.
Y, simplemente, esperé.
Esperé hasta que fuera el momento oportuno para sacar la mano de mi bolsillo e intentar sorprender a los dos hombres que se abalanzaban a por nosotros.
El problema era que no sabía cuál era ese momento.
Miré a Ancel, en busca de ayuda, mientras los guardias avanzaban hacia nosotros. Él ni siquiera tenía la mano en la empuñadura de Musitel, que descansaba en la vaina, apoyada en su espalda.
Miraba imperturbable a Nergal, aunque me habló mentalmente.
“Leyna, le he hablado a Ernest de tu habilidad antes. Me ha contado muchas cosas que ahora mismo no te puedo decir, pero, recuerda, cuando no sepas qué hacer, solo cierra los ojos y déjate llevar.”
Me sorprendí por el contenido de su mensaje. No era muy claro, aparte de que me molestaba un poco que no hubiera confiado en mí o en Tom como para tratar el tema de mi poder en alto, en lugar de hablarlo mentalmente con el anciano.
Sin embargo, no era momento para pensar en ello.
El guardia que venía a por mí estaba cada vez más cerca, acechándome con una ancha espada.
No me quedó más remedio que cerrar los ojos y confiar en Ancel.
Noté que mi estómago empezaba a arder, como si un fuego se abriera paso para salir al exterior desde el rincón más profundo de mi alma.
Apreté los ojos con fuerza, tensando también la mandíbula.
“Déjalo salir” me dijo Ancel.
Y lo hice.
Relajé los músculos de mi cuerpo, y, como si hubiera tragado dinamita, exploté.
El fuego que estaba adormecido en las profundidades de mi ser resurgió en todo su esplendor. Abrí los ojos, de repente sintiéndome enfadada. Iracunda.
Vi a Ancel, con los ojos abiertos y fijos en mí. Esos ojos dorados que reflejaban el resplandor de la llama en la que se había convertido mi esencia.
Incluso pude divisar un atisbo de miedo al principio. Sin embargo, el verdadero y puro pánico se mostraba en las facciones de nuestros atacantes, que no daban crédito.
Nergal tenía la boca abierta, y parecía lanzarme una mirada suplicante.
Sin embargo, no iba a tener piedad.
Adelanté un pie. Luego el otro. Y comencé a andar, sintiéndome nueva y poderosa.
Nadie se atrevió a mover un solo músculo.
Le tendí la mano a Ancel cuando pasé por su lado. Él entendió lo que quería, por lo que me pasó a Musitel, que emitió una vibración cuando mis dedos se cerraron en torno a su empuñadura.
Ancel se apartó, con la cabeza alta, expectante. Nergal temblaba de miedo, situado tras los también asustados guardias.
En ese momento, una sonrisa de triunfo apareció en mi rostro. No sé de dónde salió, pero se quedó allí durante un largo tiempo.
Sopesé mis opciones.
Podría mandarlos a todos al Limbo en aquel preciso instante. No creía que se atrevieran a defenderse, siquiera. Pero yo no era así.
Dirigí a Ancel una mirada en la que iba impresa una pregunta. Él inclinó la cabeza hacia Nergal y, acto seguido, negó.
Yo asentí, comprendiendo. Si les dejábamos escapar, podrían contarle a Lucifer lo que había sucedido aquí. Los guardias tendrían que morir.
Sin embargo, Nergal era demasiado débil, por lo que con una amenaza bastaría. Además, algo me decía que Ancel tenía una idea en mente.
–Al suelo –les dije a los dos guardias, apuntándoles con Musitel.
Ellos se miraron entre ellos, con el miedo pintado en la mirada.
–Y tirad las armas –añadí.
Mi voz sonaba distinta. Más autoritaria, más confiada.
Y eso, quizá, fue lo que les empujó a dar un par de pasos vacilantes hacia mí. O una mezcla de todo.
Ancel se acercó también.
–No sé si es mejor que los matemos a todos.
–No somos asesinos, Ancel. Y creo que tienes algo que hacer –su mirada se dirigió automáticamente hacia Nergal, mientras una sonrisa aparecía en su rostro. Era una sonrisa fría.
–Está bien. Pero puedo hacerlo yo, si quieres –sus ojos, que ahora parecían de fuego, me miraron intensamente.
–No soy una niña pequeña.
–No. Pero todo cambia cuando le cortas la garganta a alguien. Y, créeme, lo que estás a punto de hacer es peor que la muerte.
–Sí, bueno. Esto no es tan malo, al fin y al cabo –sonreí un poco, devolviéndole la espada, cuyo brillo se tornó más tenue al caer en las manos de Ancel.
–Date la vuelta –me ordenó–. Vigila a Nergal.
 Yo asentí, comprendiendo que Ancel no quería perturbar mi mente. Y, aunque me costase admitirlo, yo temblaba de miedo por dentro.
¿Lo habría hecho? ¿Hubiera sido capaz de matar a dos hombres que solo estaban haciendo su trabajo? Probablemente no.
Conforme la lengua ígnea que había surgido de entre las profundidades de mi ser se retiraba, sentí que la energía se escapaba de entre mis manos.
Sin embargo, el recuerdo del fuego consumiendo mi esencia seguía allí. Y permanecería allí para siempre, haciéndome revivir una y otra vez que soy más poderosa de lo que todo el mundo piensa, incluyéndome a mí.
–Todavía puedo contigo –le advertí a Nergal, que había movido la mano detrás de su espalda, donde quedaba fuera del alcance de mi vista.
Se encontraba de rodillas, con el flequillo negro tapándole los ojos. Las gafas estaban medio caídas sobre el puente de su nariz, y parecía más joven aún. 
Su expresión cansada me hizo recordar qué era en realidad.
“No es más que un niño. Un simple niño”. Sin embargo, era un chico a las órdenes de un monstruo.
Nergal retiró su mano y la puso donde yo pudiera verla, casi a regañadientes.
–Soportaré cualquier dolor. No voy a caer bajo vuestra presión –dijo el muchacho.
–Leyna –era la voz de Ancel.
Antes de que pudiera girarme, noté su mano en el hombro, y su respiración en mi oído.
–Tenemos que irnos ya –dijo.
–¿Qué pasa con él? –señalé al chico, que continuaba con la mirada posada en el suelo.
–Tendrá que venir con nosotros –contestó Ancel.
 –Ancel. ¿Ir adónde?
–A las cuevas Predene. Hogar de las Parcas.

Realmente, las cuevas daban miedo.
Imponentes estalactitas colgaban del techo, amenazando con caer sobre nuestras cabezas. Ancel me había explicado a la entrada que no nos mandarían al Limbo si se desprendían, puesto que eso solo era posible mediante la espada de alguien de tu “especie”, pero sí nos causarían un gran dolor.
Por eso, los tres avanzábamos con cuidado, tratando de evitar pasar por debajo de un saliente y, en caso de no tener más remedio, correr.
Nergal no había hablado nada, y seguía así. Simplemente, se limitaba a obedecer, aunque un poco a regañadientes.
–¿Cuántos años tienes? –le pregunté.
Él me miró con sorpresa, y luego dirigió sus ojos hacia un carámbano que parecía colgar en precario equilibrio, preparado para derrumbarse sobre nuestras cabezas.
–Catorce –respondió. Por un momento, noté que su voz había temblado. Él trataba de contenerse, pero su labio comenzó a vibrar, y las lágrimas acudieron a sus ojos, a pesar de que no podían ser derramadas–. Morí con catorce años. Mis padres vieron morir a su hijo pequeño.
Los oscuros ojos del niño estaban vidriosos.
–¿Qué…? –No llegué a terminar la frase. No quería hacerlo.
–Estaba enfermo. Problemas del corazón –se encogió de hombros, con el dolor pintado en la mirada–. En los cincuenta, era una especie de milagro vivir más de una década con una enfermedad cardíaca.
–Lo siento.
Él profirió una suave carcajada.
–¿Sentirlo por qué? Tú no has hecho nada malo. No fue tu culpa que naciera así, ni tampoco que muriera. No fue culpa de nadie. Ni siquiera de Ancel –hizo una pausa mientras esquivaba una estalagmita, que nacía del suelo bien afilada–. No veo por qué la gente dice eso.
–Quizá porque no hay nada más que decir. Y puede que sea mejor añadir algo en lugar de quedarse callado.
–Créeme, Leyna, el silencio dice lo que las palabras no pueden expresar.
Y entonces, todos callamos. Principalmente, porque no había nada más que decir, pero también porque había una abertura en la cueva, que daba a una gran estancia.
En el centro, tres mujeres ataviadas con vestidos rotos y desgastados estaban sentadas frente a una mesa repleta de lana. Sus esencias eran de un color plateado, diferentes de cualquiera que yo hubiera visto antes.
–Leyna –me llamó Nergal–. Quiero que sepas que…
Pero, en ese momento, una voz profunda se interpuso a la suya, interrumpiéndole. Era como una mezcla de varias tonalidades, que, estando juntas, se convertían en una melodía completamente nueva.
–Leyna Shellow… Nuestra hija… Ha regresado por fin –decían las Parcas.