Este capítulo va dedicado a Carol, que siempre me ha brindado un gran apoyo y se ha tragado todos mis escritos. Muchísimas gracias, de verdad, sobre todo ahora que es cuando más ayuda me has dado, con lo del concurso. Te quiero :)
PD.: No está corregido por falta de tiempo.
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Capítulo 17.
Cuando pude volver a abrir los ojos, notaba que me habían
arrancado las tripas de cuajo. Recordé que al viajar al Infierno no me había
sentido así, por lo que se lo dije a Ancel.
–Técnicamente, es porque tú no deberías estar aquí. Solo yo
tengo permitida la entrada al plano terrestre.
–Pero, ¿cómo venían los otros espíritus, entonces?
–Después de la guerra, Satanás colocó una especie de capa
sobre todo el plano para evitar que más personas decidieran viajar.
–¿Y tú cómo pasas?
Ancel me miró durante un rato, como si dudara de contestarme
o no.
–Yo… –vaciló–. Satanás me convirtió en la Muerte después de
una batalla.
–¿Por qué? –Era perfectamente consciente de que a Ancel no
le gustaba hablar de eso, pero tenía que aprovechar.
–Porque hice un juramento. Los juramentos no se rompen,
nunca. Y, además, yo nunca incumplo mi palabra.
Sus ojos ambarinos reflejaban dolor mientras se bajaba del
semental y me ayudaba a hacer lo mismo, deslizándome por el lomo negro del
caballo.
–¿Por qué crees que es tan malo? –le pregunté.
–¿Qué te hace pensar que creo que es malo?
–Porque te avergüenzas, y porque te duele hablar de ello.
Él se quedó callado mientras se pasaba la mano sobre su pelo
color bronce.
–Es… Cuando me impuso mi castigo, estuve media hora
agonizando en el suelo. Sentía que algo me ardía por dentro, como si me
estuviese consumiendo en fuego.
–¿Qué hay de malo en eso, dejando de lado el dolor que
pudieses haber sentido?
–Me quemaron vivo –soltó.
Su revelación me pilló completamente por sorpresa. Tanto,
que los dos nos miramos durante unos segundos mientras yo procesaba la
información.
Antes de que yo pudiera decir algo, que seguramente lo
habría estropeado todo, Ancel siguió hablando:
–Fue la primera vez que tuve un miedo incontrolable. Ni
siquiera el momento de mi muerte. Desde que me hicieron General, he tratado de
esconder mi vida pasada, de encerrar todos los recuerdos en una caja con llave.
Toda mi existencia se ha centrado en tres cosas: luchar, matar y olvidar. Hasta
que llegaste tú.
Abrí la boca para
decir algo, pero en seguida supe que lo único que iba a salir de mi boca eran
balbuceos, por lo que, simplemente, me acerqué a él y lo abracé.
Sus brazos me envolvieron y me apretaron contra su cuerpo
mientras yo enterraba la cara en el hueco de su cuello. Sentía sus manos
acariciando mi pelo lentamente, mientras el lazo que nos unía –no el de magia
negra, sino el que de verdad me importaba– se fortalecía cada vez más.
Cuando nos separamos, sus ojos ambarinos me escrutaron con
ternura.
–Cuando me convertí en la Muerte, un deseo de matar y causar
destrucción se apoderó de mí. Yo… no tenía poder sobre mi cuerpo o actos. Fue
horrible. Es como si algo me controlara, mientras yo miraba impotente.
–Pero ahora ya lo dominas –dije, sonriendo.
–Supongo –hizo una mueca.
Nos sumimos en un silencio que aproveché para observarle.
Parecía incómodo, o como si me estuviese ocultando algo. Sin embargo, no le di
mucha importancia.
–¿Se te ha pasado ya la molestia del estómago? –me preguntó.
–Ajá –con la conversación no me había dado ni cuenta.
De hecho, me había dado en qué pensar para, por lo menos, un
siglo.
Los sentimientos de Ancel por mí no eran nada claros, además
de que sentía como si algo me presionara el pecho.
El constante miedo de que Satanás nos encontrara también
rondaba mi mente. Yo sabía perfectamente de lo que Lucifer era capaz de hacer.
Podría quedarse sin su mejor espía por una cuestión de orgullo, así que, ¿qué
le impediría deshacerse de una chica que no sabe ni cómo coger una espada?
En ese momento, un ruido me sacó de mi ensimismamiento.
Miré directamente a Ancel, que reprimió un grito ahogado
antes de caer al suelo. Pude ver cómo sus ojos se ponían en blanco antes de que
mi amigo los cerrara fuertemente.
Corrí hacia él, que estaba encogido en el suelo.
–Oh, mierda –repetía.
Entonces me vino a la mente el día en que sus ojos habían
cambiado de color y le había dado un jamacuco. Cuando había tenido que matar a
alguien.
Me quedé arrodillada junto a él, impotente, mirando cómo se
retorcía en el suelo mientras soltaba improperios.
Tras unos minutos, se recompuso y abrió los ojos, que, tal
como esperaba, eran de un azul eléctrico.
–Qué oportuno –comentó Ancel, con un tono sarcástico y
distante.
Ares se acercó resoplando. Pasó por mi lado, me lanzó una
nueva mirada asesina y se colocó junto a Ancel. La guadaña había aparecido como
si nada en el costado del semental, colgada de la silla.
Ancel advirtió mi mirada suspicaz hacia el arma y se volvió
hacia mí.
–Es mi… símbolo de poder.
–¿Sin ella eres débil, o algo? –iba a hacer un comentario
sarcástico, pero, por alguna razón, se me quitaron las ganas.
–No, pero es lo que me permite, por decirlo de algún modo,
segar los hilos de la vida. Cualquier otro espíritu no sería capaz de matar a
un ser vivo, a no ser que seas una Fuerza.
–¿Una Fuerza? –las preguntas se me agolpaban de nuevo, por
lo que me esforcé por contenerlas.
–Un tema que dejaremos para más tarde –Ancel le restó
importancia con la mano.
–Está bien, pero, ¿la guadaña desaparece? Antes no estaba
ahí.
–Se camufla –él se encogió de hombros.
–¿Para evitar robos? –Arqueé las cejas.
–Por diversión. Esa cosa solo la puedo tocar yo.
Asentí con la cabeza, sin tener nada más que decir. Ancel se
volvió hacia Ares y montó. Después me tendió la mano para ayudarme a subir.
Cuando ya estuvimos los dos arriba, Ancel cerró un momento
los ojos, y luego puso a Ares a un trote
lento.
–¿Cómo sabes dónde tienes que ir? –pregunté.
–Lo siento. Es como si, delante de mis ojos, un hilo hubiera
aparecido, guiándome hacia el lugar. Además, tengo una fuerte atracción hacia
mi víctima.
–Pareciste sorprendido cuando te dio el… flus, y antes
dijiste que mi muerte la tenías muy preparada. ¿Por qué esta no? ¿Por qué la
del otro chico tampoco?
Ancel se quedó un momento en silencio, como si sopesara sus
ideas.
Luego contestó:
–Es… esta muerte no la tenía preparada –el titubeo era más
que claro. No obstante, lo dejé correr. Ya tenía demasiadas cosas de las que
preocuparme.
Después de casi dos horas de viaje, Ancel detuvo a Ares. Me
llevó un momento para reconocer el lugar, y, cuando lo hice, una punzada de
dolor recorrió mi alma.
Era mi barrio. El parque donde me había encontrado con
Ancel.
–¿Qué estamos haciendo aquí?
–Aquí es adónde me ha dirigido el “hilo”.
Un miedo empezó a apoderarse de mí. ¿Y si Lía era la víctima
de Ancel? ¿O algunos de mis familiares?
Traté de tranquilizarme. “Es un barrio grande”. Inspirar.
“Hay muy pocas probabilidades de que sea un conocido”. Espirar.
–Lo siento, Leyna –dijo Ancel–. No sé quién es. Te diría
algo si pudiera, pero no es la ocasión.
Sabía que estaba intentando calmarme, por lo que decidí
ponerle el trabajo más fácil.
–Si quieres…
–Lo único que quiero ahora es no pensar en ello –le corté.
Él asintió en silencio, con los ojos azules brillando por la
compasión. Pero yo no quería compasión. No la necesitaba. Además, yo era un
Purgador, algo así como una rareza. Uno de cada cinco. Tenía que olvidar mi
vida, como había hecho Ancel. Por fin lo comprendía: era mejor dejarlo pasar.
Respiré hondo varias veces, me convencí de que no tenía que
dejarme sucumbir en el miedo o la preocupación, y avancé junto Ancel por el
cruce en el que me atropellaron.
Ya no quedaban rastros de sangre. De mi sangre. ¿Habría
olvidado el vecindario el siniestro que había tenido lugar… tiempo atrás? ¿Cómo
estaría mi familia?
Se me pasó por la cabeza la idea de visitar a mi madre, a mi
hermano y a Lía después de que Ancel terminara su tarea (dejando de lado la
posibilidad de que uno de ellos fuera la víctima de mi amigo), pero descarté en
seguida la ocurrencia.
–¿Me perdonarías? –preguntó Ancel de improviso.
Yo le miré con el ceño fruncido, sin entender. O sin querer
hacerlo.
–Si la persona que tengo que matar fuera un conocido… ¿me
perdonarías?
–Creo que siempre lo haría –mi respuesta le arrancó una
sonrisa torcida, lo que me puso de mejor humor.
Anduvimos por varias calles más, haciendo un camino que me
conocía demasiado bien. Por el sol, deduje que era la hora de salida del
instituto.
De nuevo, el miedo y la preocupación amenazaban con
apoderarse de mí, lo que me obligó a luchar para mantener la calma.
Después de unos minutos más, la reja que daba al
aparcamiento del edificio en el que se suponía que debía estudiar, se abrió
ante nosotros.
Por ella, mares de adolescentes diferentemente hormonados
salían a borbotones, tratando de escapar de allí como más rápido se pudiera.
Miré a Ancel, indecisa, con numerosos pensamientos cruzando
mi mente. Sin embargo, el más fuerte era una pregunta que formulé con los ojos,
porque no fui capaz de decirlo en voz alta.
–Sí, es aquí. Está dentro –dijo Ancel, con voz queda.
Tragué saliva y me erguí, dispuesta a no derrumbarme. No iba
a dejar que aquello pasara.
–Vamos –comencé a andar hacia el instituto, con la mirada
puesta en el frente.
Noté a Ancel caminando a mi lado, seguro de sí mismo, como
era habitual. Sus ojos azules relampagueaban, buscando a su víctima, como si
fuera un depredador a punto de dar caza a su presa. Y, en cierto modo, lo era.
En dos zancadas grandes, mi amigo me alcanzó. Siguió con
paso rápido hasta que estuvo unos centímetros por delante de mí, guiándome
hacia dentro.
–Pase lo que pase… –empezó.
–Pase lo que pase, tú vas a hacer tu trabajo, y yo no te lo
voy a impedir –le interrumpí.
Él asintió.
–No hace falta que mires, si es un conocido tuyo.
–Todos aquí son conocidos. Solo quiero que pase esto de una
vez, y poder irnos adonde tengamos que irnos.
–Está bien –contestó Ancel, un poco desanimado.
–Y de todas formas, ¿por qué te afecta tanto? Creía que a ti
no te importaba a quién matabas, y de aquí no conoces a nadie.
–Porque te afecta a ti –respondió, fijando sus ojos azules
en los míos.
Suspiré y me esforcé por dedicarle una media sonrisa, que, a
pesar de todo, no me salió muy allá. Sin embargo, él sí que sonrió
abiertamente.
–Venga –dijo, cruzando la puerta que daba al interior del
edificio.
Anduvimos por unos pasillos que ya casi estaban desiertos.
Se me hizo raro ver que al pasar junto a las personas, estas ni siquiera nos
advertían. Era perfectamente consciente de que esto ya había ocurrido, pero
después de nuestra estancia en el Infierno, donde todo el mundo podía verme y
oírme, me resultaba completamente extraño.
En seguida supe adónde nos dirigíamos, por lo que tuve la
necesidad de preguntar el día exacto.
–Estamos a jueves. Mayo –contestó Ancel.
Respiré aliviada. Ninguno de mis mejores amigos tenía
biología a última hora los jueves.
Cuando finalmente alcanzamos el aula, descubrimos que estaba
vacía. Yo pensé que era una mala señal, pero Ancel sonrió abiertamente.
–Justo a tiempo –comentó.
Me dio un golpecito en la mano para indicarme que le siguiera,
cosa que hice.
Recorrimos el pasillo hasta las escaleras, donde una figura
estaba a punto de bajar las escaleras.
Entonces, Ancel echó a correr hacia el chico, a quien yo no
era capaz de reconocer aún. Había algo en su figura que me resultaba familiar, algo
en su manera de andar, en la forma en que su pelo rozaba su cuello.
Justo cuando el joven iba a poner un pie en el primer
escalón, Ancel le empujó, haciendo que el chico se golpeara la cabeza contra el
borde de uno de los peldaños, terminando con su vida de la manera más tonta.
El espíritu del muchacho comenzó a emerger, todavía de
espaldas a nosotros.
Su energía era una mezcla de cuatro colores diferentes:
rojo, azul, blanco y marrón, y hacía ondas en el aire con mucha fuerza.
Por fin, el chico se dio la vuelta, haciéndome soltar un
grito ahogado. Miró su cuerpo unos instantes, confuso, hasta que advirtió
nuestra presencia.
Alzó la cabeza, dejándonos ver unos ojos marrones que, sin
duda, confirmaban que Ancel se había cargado al segundo chico más guapo del
mundo (después de él). Al chico del que llevaba pillada desde quinto.
–Es Tom –dije, para nadie en concreto.
–Sí –contestó Ancel–. Y es un Elemental.