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lunes, 16 de junio de 2014

Capítulo 19.

Eeeen fin. Felices vacaciones, feliz verano y demás. ¿Qué tal los exámenes? Seguro que bien. Yo ya no tengo cole :D Bueno, ya vengo con el 19, que, como es habitual, no está corregido, ya sabéis por qué. Espero terminar la novela este verano, y ya empezaré con la segunda parte, aunque supongo que dejaré un intervalo de tiempo entre una y otra, sobre todo para que pueda organizarme con las novelas y para que asimiléis el final (que tengo pensado desde que empecé... muajajaja). Bueno, disfrutad, y, por favor, necesito COMENTARIOS.

Este capítulo va dedicado a las hermanas Vilanova de Diego –al menos, a las dos que me leen, que con un comentario me han ayudado mucho. Gracias, y espero que sigáis disfrutando con mis escritos.

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Capítulo 19.
Al principio, lo único que pude hacer, fue mirar fijamente a los ojos al primero de ellos. Llevaba una apariencia completamente normal –dejando de lado el hecho de que llevaba un hacha en la mano–: era un hombre de no más de treinta años, con una chaqueta desgastada y unos vaqueros que seguían el mismo camino.
Detrás de éste, quien, al parecer, era el líder, había otros dos espíritus, también con varias armas. Uno de ellos portaba una espada, mientras que el segundo tan solo llevaba un par de puñales en ambas manos.
–Vaya, grata sorpresa –dijo el primero, enseñando todos sus dientes en una sonrisa maliciosa.
–Araniel –masculló Ancel.
Tom pasaba su mirada de un espíritu a otro, a Ancel, y finalmente de vuelta a los Almas.
–¿Qué hacéis aquí? –preguntó mi compañero, cuyos ojos ambarinos relucían desafiantes. Su mano estaba puesta en la empuñadura de Musitel.
–Al parecer, conseguir una ganga –la voz de Araniel era un susurro amenazador–. De no ser por que mi deber es llevaros a todos a donde correspondéis, juro que te mandaría al Limbo, bastardo.
Ancel no pareció inmutarse ante la amenaza del Alma, cuyo tono de voz no expresaba ira o enfado, sino una calma fría y distante, que podía llegar a ser incluso peor.
–Además, después de Convertiros, me vais a tener que ayudar a llevarle a Eroz –señaló a Tom, que no había dicho ni hecho nada desde que nos habíamos topado con los Almas. Sin embargo, su mirada tenía un destello amenazador.
–¿Y después? –preguntó Ancel, completamente tranquilo.
–Después os presentaréis al Consejo de los Siete Arcángeles.
–Querrás decir seis –dijo Ancel, esbozando ahora una sonrisa torcida.
Araniel apretó los dientes, pero no se movió.
–Estamos seguros de que no se ha sometido del todo. El poder de Gabriel es muy fuerte.
–¿Seguros? –Ancel profirió una leve carcajada–. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Araniel? ¿Dos mil diecisiete años? Sí, creo que es eso. ¿Y cuántas batallas han pasado en toda esa época? Más de mil, creo recordar. Y Gabriel está… –dio un paso peligroso hacia los Almas, con los dedos cerniéndose sobre la empuñadura de Musitel– ¡oh! Aún está con nosotros, desde aquel año en el que le Convertí.
Araniel se tragó las palabras de Ancel con un par de apretaduras de dientes, pero sin ningún movimiento extraño.
De repente, tras un leve sonido de un choque entre algo metálico y otro objeto, Ancel había desenvainado a Musitel y dirigía un golpe a Araniel, quien lo esquivó dificultosamente.
“¡Súbete a un árbol!”, oí en mi cabeza.
No me paré a preguntarme cosas, simplemente obedecí a Ancel.
Busqué con la mirada un árbol con las ramas lo suficientemente bajas como para poder trepar, y con la adecuada maleza en la copa para taparme.
Finalmente encontré uno perfecto. Eché la vista atrás para comprobar que ninguno de los Almas me veía o seguía.
En efecto, Ancel andaba ocupado con Araniel y el otro Alma, mientras que Tom hacía lo que podía contra el que llevaba los puñales.
Comencé a trepar lo más rápido que podía. Pie arriba, mano delante, pie arriba, mano delante. Iba tan concentrada en mis movimientos, que no advertí la figura que se cernía sobre mí.
Primero noté una mano en mi tobillo, de la que intenté zafarme sin mucho éxito. Comencé a dar patadas, tratando de no caerme.
No me di la vuelta. Intentaba continuar subiendo, para obligar a mi captor a que me soltara, pero no había manera. Su agarre era demasiado fuerte.
Finalmente, giré la cabeza. Observé a uno de los Almas esbozando una sonrisa maliciosa, creyendo que me había ganado. Sin embargo, uno de los dardos se había separado de los otros para acabar en mi mano, preparada para lanzar.
Apunté al cuello, pero el dardo se clavó un poco más abajo, en la clavícula, gracias a un intento de esquivar mi lanzamiento. El Alma profirió un aullido de dolor y se precipitó hacia abajo.
No me había dado cuenta de hasta dónde había subido ya. Unas ocho ramas me separaban del suelo.
Ya quedaba menos para llegar a la copa.
Continué ascendiendo con otro dardo en la mano, por si acaso. No obstante, a los pies del árbol podía ver la figura del Alma gimiendo y agarrándose el lugar donde el dardo se había clavado.
Después de un tiempo trepando, conseguí abrirme paso entre la vegetación de lo alto del árbol para poder ver a mis amigos.
En silencio, recé por que siguieran allí.
Y, en efecto, lo estaban. Ahora que la batalla se había igualado, Ancel lo tenía relativamente fácil contra Araniel. Tom seguía esquivando como podía los ataques del otro Alma, quien, aunque era bueno con la técnica, resultaba estúpidamente lento, sobre todo comparado con Ancel al lado.
Me senté con cuidado en una rama, recordando todo lo que sabía sobre los Almas: que no sentían, que su deber era Convertirnos, y que debíamos Convertirlos nosotros a ellos.
Según Ancel, ellos eran los equivalentes a los ángeles. Puros, blancos y luchadores natos contra el mal, que veníamos a ser nosotros.
Nunca creí en ángeles y demonios, pero esto era una representación de ello. Sin alas, sin aureolas. Simplemente una guerra que nunca era ganada, pero debía ser combatida.
Di vueltas al dardo entre los dedos, pensativa y echando vistazos hacia abajo, esperando a que uno de los rivales se pusiera a tiro.
Observé luchar a Ancel, lo que era todo un espectáculo. Mi amigo se movía con gracia y elegancia, lanzando ataques y moviendo la espada con soltura. Coordinaba todas las partes del cuerpo, adaptándolas a la actividad de la muñeca que dirigía el arma.
Araniel, sin embargo, era vasto en la lucha. Tenía un gran cuerpo, y era mucho más alto y musculoso que Ancel, por lo que recurría a la fuerza bruta para intentar vencer a mi amigo.
Soltaba improperios de vez en cuando, sobre todo en las veces en las que Ancel se colocaba por detrás y le obligaba a girarse, para lo que tardaba bastante.
Comprendí que Ancel hacía lo de siempre. Se divertía. Hacía creer a su adversario que estaba a punto de vencerle, pero nunca lo conseguía. Nunca le alcanzaban.
Llevaba una sonrisa irónica en la boca conforme provocaba al Alma para enfurecerle. Vaya si se divertía.
Me recordaba a los niños en el patio del colegio cuando éramos pequeños. Los que organizaban un partido de fútbol como si de la final de un campeonato se tratara, corrían y se picaban entre ellos para disfrute propio. Porque el enfado de tu rival a tu causa es lo mejor del mundo.
No cuando se trata de Ancel.
Esta vez, era Araniel quien, por primera vez en toda la pelea, había conseguido poner en un aprieto a Ancel. No era uno gordo, por supuesto, pero mi amigo no se sentía cómodo.
La sonrisa había desaparecido de su rostro, a pesar de que el brillo desafiante seguía presente en sus ojos. Las miradas de ambos contrincantes se encontraron, y pareció librarse otra batalla paralela a la que se sucedía en aquellos momentos.
“Leyna, atenta”, se oyó en mi mente.
Me fijé más en Ancel, que parecía completamente vulnerable a la espada de Araniel.
Entonces lo comprendí todo, y me sorprendió la inteligencia de mi amigo.
–Hasta ahora, Araniel –dijo, sonriendo, y lo bastante alto como para que yo pudiese oírlo.
El Alma que estaba luchando contra Tom cesó sus ataques, dejando respirar a mi compañero, y centró su atención en su confuso líder, que a su vez miraba a Ancel.
Di una última vuelta al dardo entre mis dedos, y apunté a la espalda de Araniel. Justo al punto en el que, en caso de estar vivo, le mataría, pero donde ahora conseguiría Convertirle en un Purgador.
“Solo hiérele. Si le Conviertes, Lucifer sabrá dónde estamos”, me dijo Ancel.
En respuesta, cambié el objetivo hacia su muslo. Y lancé.
El dardo se fue a clavar en el lugar donde había apuntado, quizá un poco más arriba.
Tanto Ancel como yo observamos a Araniel soltando un alarido de dolor con extraño placer.
Sin embargo, estaba tan concentrada mirando hacia el lugar donde todos contenían la respiración, que no me di cuenta del evidente sonido de que alguien se acercaba, trepando lentamente por el tronco, para darme caza.
Cuando una mano me agarró el tobillo, no hice otra cosa que gritar.
Luego empecé a dar patadas, siendo consciente de que aquel que me había cogido no era otro que el Alma de antes.
Sentía cómo me temblaban las manos mientras trataba de alcanzar uno de los dardos, que habían quedado medio colgando de una rama, ahora fuera de mi alcance.
Tampoco podía ver a Ancel, pero oí su voz por encima de mis chillidos.
–¡No le Conviertas! ¡No puede hacerte daño! –decía, seguramente a Tom.
Pude escuchar sus pisadas mientras corría hacia el árbol, lo más rápido que podía.
Sin embargo, tuvo problemas. Desde mi posición, pude ver cómo el Alma que antes había luchado contra Tom se colocaba delante de mi amigo, impidiéndole el paso hacia mí.
Ancel enarboló su espada, aparentemente decidido a pasar. Ahora no había tiempo para divertirse.
Lanzó un par de ataques, fintó, y su espada acabó, de alguna manera, clavada en el costado de su rival. La retiró rápidamente, sin retorcerla, y continuó su camino hasta donde estaba yo.
Cuando llegó al pie del árbol, comenzó a trepar sin envainar a Musitel. Mi captor, al ver que Ancel también subía en mi busca, profirió una carcajada.
Noté que algo me ataba las manos por detrás. Luego, me levantó a la fuerza sobre la rama donde estaba sentada antes, lo suficientemente gruesa y grande como para no romperse bajo el peso de los dos. Si pesábamos. O si se podía romper.
–Vais a recordar mi nombre, Purgadores. El Otro Lado recordará mi nombre como aquel que Convirtió a Ancel Zanetti y a Leyna Shellow –dijo mi captor, agarrándome aún más fuerte–. Mi nombre es Rigel.
Y después se desplomó sobre mí, tirándome al suelo. Ambos nos precipitamos hacia abajo, golpeándonos contra las ramas más bajas, hasta que aterricé sobre los brazos de Ancel, que habían aparecido de repente.
La caída de Rigel, sin embargo, solo fue frenada por la maleza. Una flecha sobresalía de su espalda conforme la esencia del espíritu se volvía rojiza, llevando a cabo del Cambio.
En ese momento llegó también Tom, que observó, junto con Ancel y conmigo, cómo Rigel se desvanecía, yendo hacia donde quiera que fueran los Conversos.
Aunque ninguno de los tres dijo nada, todos sabíamos lo que cada uno estaba pensando.
¿Quién había disparado la flecha?

jueves, 5 de junio de 2014

Capítulo 18.

Bien, aquí esta el esperado capítulo 18 (al menos por Rocío y Carol... ¬¬). En fin, reitero que no está corregido, porque si no me deprimo. Y, bueno, no sé si podré subir el jueves que viene, depende de si me da tiempo a escribir el 20, porque de 6 días que nos quedan de colegio, tenemos 7 exámenes, así que... a saber. Y bueno, creo que nada más que añadir. Solo lo que ya conocéis: TRES COMENTARIOS. 

Saludos^^

Este capítulo va dedicado a todos los que me leéis y apoyáis, en especial a Rocío y Carol, que tan pesadas estaban para que supiera ^^ Os quiero a todos :3

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Capítulo 18.
Tom nos miró un rato con el ceño fruncido. Por alguna razón, no quería preguntarle a Ancel lo que era un Elemental delante de él. Además, era una situación muy, muy, muy, muy incómoda.
¿Me reconocía? Porque si no era así, yo iba a quedar peor que mal. Pero lo que más me fastidiaba era que Ancel sabía quién era Tom y lo que tenía que ver conmigo.
–Yo te conozco –dijo entonces, pillándonos a Ancel y a mí por sorpresa.
Su voz era tan suave como siempre, agradable sin resultar extraña. Simplemente, era bonita, de algún modo.
–¿En serio? Menos mal, porque estaba a punto de degollarte –comentó Ancel, con una sonrisa arrogante y fría en el rostro.
Yo le eché una mirada de odio. ¿Por qué había dicho eso? ¿Estaría celoso? Sin embargo, debía admitir que tenía razón.
Tom volvió a fruncir el ceño, observando suspicaz a mi amigo.
–Estaba contigo en… –él me interrumpió.
–¿Leyna, verdad?
–Exacto –intenté sonreír, pero la incomodidad de la situación me hizo poner una mueca.
–Te has librado –intervino Ancel.
–¿Y tú quién eres?
–Alguien a quien le pareces un coñazo.
–Se llama Ancel –dije, poniendo los ojos en blanco.
Algo me decía que estos dos me iban a poner la cabeza como un bombo.
–Soy la Muerte –mi compañero esbozó una sonrisa repleta de veneno.
–¿Adónde vamos a ir ahora? –le pregunté a Ancel.
–Tenemos que llevar a este pelmazo a Eroz.
–¿Eroz?
–Es donde entrenan a las Fuerzas.
Me encogí de hombros.
–Pues vamos –me iba a girar para salir del instituto cuando Ancel me cogió del brazo.
–Espera. Estamos huyendo de Lucifer, ¿recuerdas?
–¿Y?
–Que Eroz está dentro de su alcance.


–¿Y cuál era el plan? –preguntó Tom, más para dar un tema de conversación que para saber realmente la respuesta.
Como yo tampoco había pillado lo que íbamos a hacer a partir de ahora, dejé que Ancel respondiera, rezando para que no incluyera ningún insulto en su contestación.
–Mira que eres pelmazo –primera mofa–. Ya te he dicho que no te lo iba a decir. Como si alguien como tú pudiera entender los pensamientos de mi cerebro…
–Ancel. ¿Podemos hablar, por favor? –Introduje una sonrisa adorable que en una mujer se puede camuflar con una asesina.
Mi compañero lo acabó entendiendo –por suerte o por desgracia–, y, después de lanzar una mirada de asco a Tom, caminó conmigo hacia el otro lado del parque en el que estábamos.
–Dime –dijo cuando nos detuvimos, como si no captara mi creciente enfado.
–¿Dime? ¿Qué te crees que haces? Pareces un maldito bebé con ese comportamiento.
Mi reprimenda le borró la sonrisa de la cara, y, por fin, se puso serio.
–Ese chaval no me gusta.
–¡Ni siquiera le conoces!
–¿Y tú? ¿Hasta qué punto conoces al chico por el que estás más que colada? –Eso hirió hasta lo más profundo de mi alma.
–Sí. Es verdad. El chico por el que estoy colada no me cuenta nada de él o de su vida, y, además, se comporta como un idiota con un chaval al que ninguno conocemos.
Después de soltar aquello, respiré hondo. Estaba realmente enfadada. ¿Es que no se daba cuenta de que Tom no era más que un capricho de adolescente tonta? ¿Aquel popular con el que todas las chicas del curso estaban coladas, pero por el que ninguna sentía nada? ¿No notaba que quien me gustaba era él y nadie más?
Debió leer mis pensamientos, porque él también respiró, para luego acercarse a mí y plantarme un beso en los labios, fugaz pero significativo.
Luego colocó las manos en mis hombros.
–Sigue cayéndome mal, pero ya me siento mejor, así que tú te vas a encargar de manejarle.
Yo sonreí, en parte por su comentario, en parte por el beso. Así que sí le gustaba.
–Esto… ¿habéis llegado a una conclusión? –inquirió Tom a lo lejos, claramente azorado.
Ancel sonrió con sorna, y echó a andar, ignorando completamente al otro chico.
Sacudí la cabeza, sonriendo también, y caminé hacia el chico rubio. Sus ojos marrones me observaron con el ceño fruncido.
–¿Cuál es el plan?
–Ancel quiere ir a un… lugar antes de ir a Eroz, así que supongo que nos dirigiremos hacia allí.
Tom asintió. Luego, tras un incómodo silencio, él dijo:
–¿Estáis…? Quiero decir, ¿estáis juntos?
Miré una vez hacia delante, donde, en la nuca de Ancel, se rizaban algunos pelos castaños. Me imaginé sus ojos, ambarinos y a veces azules eléctricos, pero siempre con un brillo de inteligencia, sorna y arrogancia.
En ese momento, supe que sí. Que estábamos juntos, pero no por una petición, ni por una indirecta, sino por un lazo que iba más allá de cualquier nigromancia, aunque algunos también lo consideraban algún tipo de magia.
Y de alguna manera, pude captar la sonrisa torcida que se formaba lentamente en el rostro de Ancel, mientras contestaba:
–Sí. Sí estamos juntos.


Después de lo que parecían cuatro horas de viaje entre el follaje del bosque, Ancel se detuvo en un claro. Habíamos hablado muy poco durante el trayecto, sobre todo desde que había dicho que Ancel y yo estábamos saliendo.
Sabía que él estaba escuchando, de alguna forma, y eso me hizo sentir bien, además de que era probable que hubiese oído también mis pensamientos, lo cual era gratificante, porque creo que no me habría atrevido a decirlo en voz alta.
Ancel se llevó los dedos a la boca, y silbó de un modo que, de tenerlos, me hubiera roto los tímpanos.
–Bien, escuchad –dijo–, vamos a ir a un plano neutro, que se encuentra justo entre el Infierno y el Cielo. Tanto Purgadores como Almas tienen entrada a él, aunque no suele juntarse mucha gente. De todas maneras, es peligroso, sobre todo si Lucifer tiene algún espía, o si nos topamos con espíritus que desearíamos evitar.
–¿Y por qué vamos a ese plano, siendo tan peligroso como dices? –inquirió Tom.
Ancel se pasó una mano por el pelo, alborotándose el cabello castaño. Suspiró.
–Punto uno: ella no está a salvo aquí –me señaló–. Punto dos: tengo que hacer un recado, y conozco a alguien que nos puede ayudar.
Un relincho apagado le interrumpió.
Ancel se volvió en seguida hacia el lugar de donde provenía el ruido. Yo tuve que dar un paso hacia la izquierda para poder ver lo que ya sabía: Ares, el semental de Ancel, acababa de llegar.
Para mi sorpresa, en lugar de dirigirme su habitual mirada de asco, sus ojos oscuros se posaron sobre Tom, quien miró con el ceño fruncido a la criatura.
Esta bufó y arqueó el cuello para tocar a Ancel con el hocico. Mi amigo, novio, o lo que fuera, le palmeó el cuello, que relucía negro azabache frente a los rayos de luz.
–¿Qué es? –preguntó Tom.
–Qué –corrigió Ancel. Vi cómo se mordía la lengua, seguramente para contener un taco–. Se llama Ares, y, si te atreves a siquiera lanzarle una mala mirada, te rajaré la garganta, si no lo hace él primero.
Tom ignoró la última parte del comentario de Ancel y escrutó los alrededores, seguramente para evitar las miradas que tanto el semental como su dueño le lanzaban.
–Mierda –exclamó Ancel.
Cuando me giré para verificar que no había pasado nada, vi una sonrisa sinuosa en su rostro que me puso los pelos de punta.
–¿Qué? –dije.
–Va a tener que subirse a Ares para poder cambiar de plano.
Resoplé.
–No creo que te vayas a morir por unos minutos –repliqué.
–¡Ah! No sé yo. Y, además, ya estoy muerto.
–Conociéndote, apostaría a que tú puedes morir varias veces.
Él rio, y luego se acercó a Ares para acariciarle.
–Vamos –dijo después.
Tom se acercó vacilante, por lo que le dediqué una media sonrisa, para animarle a subir.
Al final, terminó accediendo, y se colocó en el borde de la grupa del semental. Seguidamente subí yo, y Ancel delante de mí para coger las riendas.
–¿Por qué no has llamado antes a Ares para no tener que caminar todo eso hasta aquí? ¿No se supone que puedes cambiar de plano en otros sitios? –preguntó Tom.
–En realidad, sí, pero si quieres ser el próximo objetivo de dos especies de espíritus diferentes que, aparte de estar en una guerra continua, nos están buscando a todos, puedes cambiar de plano cuando quieras.
Nadie dijo nada más mientras colocaba las manos alrededor de la cintura de Ancel. Él clavó los talones en los flancos del semental, que salió al galope hacia un lugar sin concretar. Poco a poco, la velocidad fue aumentando, conforme el aire golpeaba mi rostro, hasta que, de repente, todo se volvió negro.


Cuando volví a abrir los ojos, mis manos aún estaban alrededor de la cintura de Ancel. Me di la vuelta, comprobando así que Tom también seguía sobre la grupa de Ares.
Ancel dio orden de bajar, por lo que esperé a que Tom desmontara para poder imitarlos.
Nos encontrábamos esta vez en las lindes de un bosque de aspecto parecido al otro. Los árboles presentaban la misma textura, los arbustos seguían con aquel raro verde, como si estuviera descolorido.
–¿Y ahora? –dije, más un pensamiento en voz alta que una pregunta.
–Tenemos que internarnos en el bosque –contestó Ancel.
–¿Qué hay allí? –añadió Tom.
Un brillo fugaz pasó por los ojos de Ancel, y la sombra de una sonrisa cubrió su cara. Sin embargo, esta no llegó a más que un leve levantamiento en la comisura izquierda de su boca.
–Habrá que descubrirlo –respondió, echando a andar.
–¿Cómo soportas ir vagando por ahí? Es decir, es eso lo que todo el mundo teme, ¿no? El vacío, la soledad, la oscuridad –dije.
–Te equivocas. El miedo a la muerte que tienen los seres humanos, no va dirigido al supuesto ente que sega las cuerdas que atan a una persona a la vida.
–Que ese eres tú… –masculló Tom.
–Sino –continuó Ancel– que eso es solo una forma de ocultar lo verdaderamente sobrecogedor, aquello que todos tratan olvidar, lo que más les preocupa, y con razón: la pérdida.
Fruncí el ceño para asimilar lo que Ancel acababa de decir, pero él no había terminado.
–Además, ¿qué es la muerte en realidad? ¿Yo? ¿El momento en el que lo que te ata a la vida se rompe? ¿Es un proceso que sucede desde que nacemos? ¿O es lo que hay después de abandonar el mundo de los vivos?
Eso nos calló tanto a Tom como a mí. Había mucho que pensar acerca de ello.
–Ya no os quejaréis de aburrimiento durante el trayecto –Ancel esbozó otra de sus sonrisas torcidas.
–¿Tú qué piensas? –le pregunté.
Él me miró, confuso, hasta que comprendió la cuestión.
–¿Yo? ¿Por qué quieres saber mi opinión?
–Bueno, primero porque nos acabas de soltar un monólogo filosófico, y segundo, porque eres la Muerte.
–Yo… no creo en la muerte –dijo, serio.


Llevábamos media hora caminando en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos –bueno, puede que Ancel estuviera escuchando los nuestros también–, hasta que Tom habló por primera vez.
–¿Qué pasaría si nos encontráramos con los esbirros de Satanás, o con un Alma?
–¿En serio quieres saberlo? –respondió Ancel.
–Yo sí –intervino otra voz.
Los tres paramos en seco, con un miedo creciente. Ninguno reconocía la voz, o, al menos, no parecían hacerlo.
Comenzamos a escrutar las sombras en busca del espíritu que había dicho eso, preparándonos para lo peor.
Pude advertir a Ancel con la mano en la empuñadura de Musitel, y a Tom, en cuyas manos había aparecido una daga que me resultaba familiar.
La daga de Ancel, supuse.
–¡Ancel! –exclamé.
Él se giró hacia mí, con la pregunta impresa en su mirada. Yo me señalé, dándole a entender que quería pelear, que no iba a mirar mientras ellos dos se enfrentaban a lo que quisiera que hubiera hablado.
Ancel pareció entender, porque rebuscó en un cinturón que le cruzaba el pecho, y que yo no había visto, ya que iba por debajo de la sudadera.
–¿Alguna vez has jugado a los dardos? –me preguntó.
Le miré, dudando. Lo cierto era que sí había jugado a los dardos. Y varias veces, además. Un amigo de mi padre era muy aficionado, y siempre que íbamos a su casa a cenar o algo,me acompañaba al piso de arriba, donde tenía colgada una diana y una caja con dardos. Desde pequeña me habían divertido, y, además, no se me daba nada mal.
–Sí –contesté.
En ese momento, un ruido de murmullos se hizo presente. La maleza nos llegaba hasta los tobillos, y, aunque ésta no era muy molesta, estaba segura de que los troncos de los árboles no se podían atravesar.
Ancel me lanzó una decena de dardos –seguramente envenados o algo por el estilo– atados todos por una cuerda, para que no se separasen.
–Esos dardos podrán Convertir a un Alma, y mandar al Limbo a un Purgador –me explicó–. Apunta bien.
Justo cuando terminó de decir la última palabra, unas sombras aparecieron. En seguida noté algo que me puso los pelos de punta: su esencia era blanca, inmaculada y puramente blanca.
Eran Almas.