Este capítulo va dedicado a las hermanas Vilanova de Diego –al menos, a las dos que me leen–, que con un comentario me han ayudado mucho. Gracias, y espero que sigáis disfrutando con mis escritos.
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Capítulo 19.
Al principio, lo único que pude hacer, fue mirar fijamente a
los ojos al primero de ellos. Llevaba una apariencia completamente normal
–dejando de lado el hecho de que llevaba un hacha en la mano–: era un hombre de
no más de treinta años, con una chaqueta desgastada y unos vaqueros que seguían
el mismo camino.
Detrás de éste, quien, al parecer, era el líder, había otros
dos espíritus, también con varias armas. Uno de ellos portaba una espada,
mientras que el segundo tan solo llevaba un par de puñales en ambas manos.
–Vaya, grata sorpresa –dijo el primero, enseñando todos sus
dientes en una sonrisa maliciosa.
–Araniel –masculló Ancel.
Tom pasaba su mirada de un espíritu a otro, a Ancel, y
finalmente de vuelta a los Almas.
–¿Qué hacéis aquí? –preguntó mi compañero, cuyos ojos
ambarinos relucían desafiantes. Su mano estaba puesta en la empuñadura de
Musitel.
–Al parecer, conseguir una ganga –la voz de Araniel era un
susurro amenazador–. De no ser por que mi deber es llevaros a todos a donde
correspondéis, juro que te mandaría al Limbo, bastardo.
Ancel no pareció inmutarse ante la amenaza del Alma, cuyo
tono de voz no expresaba ira o enfado, sino una calma fría y distante, que
podía llegar a ser incluso peor.
–Además, después de Convertiros, me vais a tener que ayudar
a llevarle a Eroz –señaló a Tom, que no había dicho ni hecho nada desde que nos
habíamos topado con los Almas. Sin embargo, su mirada tenía un destello
amenazador.
–¿Y después? –preguntó Ancel, completamente tranquilo.
–Después os presentaréis al Consejo de los Siete Arcángeles.
–Querrás decir seis –dijo Ancel, esbozando ahora una sonrisa
torcida.
Araniel apretó los dientes, pero no se movió.
–Estamos seguros de que no se ha sometido del todo. El poder
de Gabriel es muy fuerte.
–¿Seguros? –Ancel profirió una leve carcajada–. ¿Cuánto
tiempo ha pasado, Araniel? ¿Dos mil diecisiete años? Sí, creo que es eso. ¿Y
cuántas batallas han pasado en toda esa época? Más de mil, creo recordar. Y
Gabriel está… –dio un paso peligroso hacia los Almas, con los dedos cerniéndose
sobre la empuñadura de Musitel– ¡oh! Aún está con nosotros, desde aquel año en
el que le Convertí.
Araniel se tragó las palabras de Ancel con un par de
apretaduras de dientes, pero sin ningún movimiento extraño.
De repente, tras un leve sonido de un choque entre algo
metálico y otro objeto, Ancel había desenvainado a Musitel y dirigía un golpe a
Araniel, quien lo esquivó dificultosamente.
“¡Súbete a un árbol!”, oí en mi cabeza.
No me paré a preguntarme cosas, simplemente obedecí a Ancel.
Busqué con la mirada un árbol con las ramas lo
suficientemente bajas como para poder trepar, y con la adecuada maleza en la
copa para taparme.
Finalmente encontré uno perfecto. Eché la vista atrás para
comprobar que ninguno de los Almas me veía o seguía.
En efecto, Ancel andaba ocupado con Araniel y el otro Alma,
mientras que Tom hacía lo que podía contra el que llevaba los puñales.
Comencé a trepar lo más rápido que podía. Pie arriba, mano
delante, pie arriba, mano delante. Iba tan concentrada en mis movimientos, que
no advertí la figura que se cernía sobre mí.
Primero noté una mano en mi tobillo, de la que intenté
zafarme sin mucho éxito. Comencé a dar patadas, tratando de no caerme.
No me di la vuelta. Intentaba continuar subiendo, para
obligar a mi captor a que me soltara, pero no había manera. Su agarre era
demasiado fuerte.
Finalmente, giré la cabeza. Observé a uno de los Almas
esbozando una sonrisa maliciosa, creyendo que me había ganado. Sin embargo, uno
de los dardos se había separado de los otros para acabar en mi mano, preparada
para lanzar.
Apunté al cuello, pero el dardo se clavó un poco más abajo,
en la clavícula, gracias a un intento de esquivar mi lanzamiento. El Alma
profirió un aullido de dolor y se precipitó hacia abajo.
No me había dado cuenta de hasta dónde había subido ya. Unas
ocho ramas me separaban del suelo.
Ya quedaba menos para llegar a la copa.
Continué ascendiendo con otro dardo en la mano, por si
acaso. No obstante, a los pies del árbol podía ver la figura del Alma gimiendo
y agarrándose el lugar donde el dardo se había clavado.
Después de un tiempo trepando, conseguí abrirme paso entre
la vegetación de lo alto del árbol para poder ver a mis amigos.
En silencio, recé por que siguieran allí.
Y, en efecto, lo estaban. Ahora que la batalla se había
igualado, Ancel lo tenía relativamente fácil contra Araniel. Tom seguía
esquivando como podía los ataques del otro Alma, quien, aunque era bueno con la
técnica, resultaba estúpidamente lento, sobre todo comparado con Ancel al lado.
Me senté con cuidado en una rama, recordando todo lo que
sabía sobre los Almas: que no sentían, que su deber era Convertirnos, y que
debíamos Convertirlos nosotros a ellos.
Según Ancel, ellos eran los equivalentes a los ángeles.
Puros, blancos y luchadores natos contra el mal, que veníamos a ser nosotros.
Nunca creí en ángeles y demonios, pero esto era una
representación de ello. Sin alas, sin aureolas. Simplemente una guerra que
nunca era ganada, pero debía ser combatida.
Di vueltas al dardo entre los dedos, pensativa y echando
vistazos hacia abajo, esperando a que uno de los rivales se pusiera a tiro.
Observé luchar a Ancel, lo que era todo un espectáculo. Mi
amigo se movía con gracia y elegancia, lanzando ataques y moviendo la espada
con soltura. Coordinaba todas las partes del cuerpo, adaptándolas a la
actividad de la muñeca que dirigía el arma.
Araniel, sin embargo, era vasto en la lucha. Tenía un gran
cuerpo, y era mucho más alto y musculoso que Ancel, por lo que recurría a la
fuerza bruta para intentar vencer a mi amigo.
Soltaba improperios de vez en cuando, sobre todo en las
veces en las que Ancel se colocaba por detrás y le obligaba a girarse, para lo
que tardaba bastante.
Comprendí que Ancel hacía lo de siempre. Se divertía. Hacía
creer a su adversario que estaba a punto de vencerle, pero nunca lo conseguía.
Nunca le alcanzaban.
Llevaba una sonrisa irónica en la boca conforme provocaba al
Alma para enfurecerle. Vaya si se divertía.
Me recordaba a los niños en el patio del colegio cuando
éramos pequeños. Los que organizaban un partido de fútbol como si de la final
de un campeonato se tratara, corrían y se picaban entre ellos para disfrute
propio. Porque el enfado de tu rival a tu causa es lo mejor del mundo.
No cuando se trata de Ancel.
Esta vez, era Araniel quien, por primera vez en toda la
pelea, había conseguido poner en un aprieto a Ancel. No era uno gordo, por
supuesto, pero mi amigo no se sentía cómodo.
La sonrisa había desaparecido de su rostro, a pesar de que
el brillo desafiante seguía presente en sus ojos. Las miradas de ambos
contrincantes se encontraron, y pareció librarse otra batalla paralela a la que
se sucedía en aquellos momentos.
“Leyna, atenta”, se oyó en mi mente.
Me fijé más en Ancel, que parecía completamente vulnerable a
la espada de Araniel.
Entonces lo comprendí todo, y me sorprendió la inteligencia
de mi amigo.
–Hasta ahora, Araniel –dijo, sonriendo, y lo bastante alto
como para que yo pudiese oírlo.
El Alma que estaba luchando contra Tom cesó sus ataques,
dejando respirar a mi compañero, y centró su atención en su confuso líder, que
a su vez miraba a Ancel.
Di una última vuelta al dardo entre mis dedos, y apunté a la
espalda de Araniel. Justo al punto en el que, en caso de estar vivo, le
mataría, pero donde ahora conseguiría Convertirle en un Purgador.
“Solo hiérele. Si le Conviertes, Lucifer sabrá dónde
estamos”, me dijo Ancel.
En respuesta, cambié el objetivo hacia su muslo. Y lancé.
El dardo se fue a clavar en el lugar donde había apuntado,
quizá un poco más arriba.
Tanto Ancel como yo observamos a Araniel soltando un alarido
de dolor con extraño placer.
Sin embargo, estaba tan concentrada mirando hacia el lugar
donde todos contenían la respiración, que no me di cuenta del evidente sonido
de que alguien se acercaba, trepando lentamente por el tronco, para darme caza.
Cuando una mano me agarró el tobillo, no hice otra cosa que
gritar.
Luego empecé a dar patadas, siendo consciente de que aquel
que me había cogido no era otro que el Alma de antes.
Sentía cómo me temblaban las manos mientras trataba de
alcanzar uno de los dardos, que habían quedado medio colgando de una rama,
ahora fuera de mi alcance.
Tampoco podía ver a Ancel, pero oí su voz por encima de mis
chillidos.
–¡No le Conviertas! ¡No puede hacerte daño! –decía,
seguramente a Tom.
Pude escuchar sus pisadas mientras corría hacia el árbol, lo
más rápido que podía.
Sin embargo, tuvo problemas. Desde mi posición, pude ver
cómo el Alma que antes había luchado contra Tom se colocaba delante de mi
amigo, impidiéndole el paso hacia mí.
Ancel enarboló su espada, aparentemente decidido a pasar.
Ahora no había tiempo para divertirse.
Lanzó un par de ataques, fintó, y su espada acabó, de alguna
manera, clavada en el costado de su rival. La retiró rápidamente, sin
retorcerla, y continuó su camino hasta donde estaba yo.
Cuando llegó al pie del árbol, comenzó a trepar sin envainar
a Musitel. Mi captor, al ver que Ancel también subía en mi busca, profirió una
carcajada.
Noté que algo me ataba las manos por detrás. Luego, me
levantó a la fuerza sobre la rama donde estaba sentada antes, lo
suficientemente gruesa y grande como para no romperse bajo el peso de los dos.
Si pesábamos. O si se podía romper.
–Vais a recordar mi nombre, Purgadores. El Otro Lado
recordará mi nombre como aquel que Convirtió a Ancel Zanetti y a Leyna Shellow
–dijo mi captor, agarrándome aún más fuerte–. Mi nombre es Rigel.
Y después se desplomó sobre mí, tirándome al suelo. Ambos
nos precipitamos hacia abajo, golpeándonos contra las ramas más bajas, hasta
que aterricé sobre los brazos de Ancel, que habían aparecido de repente.
La caída de Rigel, sin embargo, solo fue frenada por la
maleza. Una flecha sobresalía de su espalda conforme la esencia del espíritu se
volvía rojiza, llevando a cabo del Cambio.
En ese momento llegó también Tom, que observó, junto con
Ancel y conmigo, cómo Rigel se desvanecía, yendo hacia donde quiera que fueran
los Conversos.
Aunque ninguno de los tres dijo nada, todos sabíamos lo que
cada uno estaba pensando.
¿Quién había disparado la flecha?