Capítulo 2.
Miré unos segundos mi cuerpo, intentando sacar alguna
conclusión que pareciera un poco más lógica, pero, aparte de que estuviese
soñando, no había ninguna otra.
Era ridículo, imposible. Sin embargo… no tenía a nada a lo
que aferrarme. Estaba claro que no era un sueño. Los murmullos, aunque sonasen
apagados, estaban ahí. No lograba entender la mayoría de las palabras, pero sí
que oía el estrés de las personas, e, incluso, podía ver sus emociones. La
mayoría estaban con el corazón a punto de salírseles del pecho.
Normal, yo estaría peor si acabase de ver cómo atropellaban
–y mataban– a una chica de dieciséis años.
Miré a mi alrededor, queriendo alejarme del lugar donde
había terminado mi vida. Si debería estar traumatizada, no lo estaba. No en
absoluto, al menos.
Supongo que porque una parte de mí aún creía que era un
sueño.
Empecé a andar, sin saber muy bien adónde ir. ¿A mi casa? ¿Y
qué haría allí? ¿Qué narices hacían los demás fantasmas? ¿No había un cielo?
¿No se suponía que existía un Dios? ¿Dónde estaban los ángeles, la gloria y la
paz?
Paz había, eso no lo podía negar. Aún no sabía por qué los
murmullos se oían tan apagados, pero me gustaba. Creaba una burbuja de silencio
a mi alrededor. Perfecta para pensar sobre lo ocurrido.
Todavía conservaba la misma apariencia que tenía hacía unos
minutos. Mismo pelo castaño, misma ropa. Solo que no tenía sangre.
Era perfectamente corpórea, y eso me hacía dudar de si
realmente estaba muerta. Claro que, no podía sacar conclusiones precipitadas.
El hecho de que no hubiera cielo era lo que menos me
desconcertaba, pero desde luego que no era la única muerta. Si bien el índice
de fallecimientos había bajado, aún seguía siendo muy elevado. ¿Y los demás?
Sacudí mi cabeza para apartar los pensamientos de mi mente.
Quizá los espíritus se quedaban en su tumba y, como yo todavía no había sido
enterrada, tendría que esperar vagando por ahí.
Me pareció la mejor idea que había tenido hasta ahora.
Así que decidí ir al cementerio. Si tenía toda la eternidad
por delante no me preocuparía malgastar una hora yendo hasta allí. Quién sabe,
quizá encontraba algo.
Y podía aprovechar para visitar la tumba de mi padre, si mi
suposición era acertada.
Me lo imaginé en el campo de Irak, observando su cuerpo con
una herida de bala en el pecho, mientras la sangre manchaba su uniforme
reglamentario.
Era lo que tenía ser militar ¿no? Dar la vida y no ser
reconocido. Sí es verdad que tuvo un funeral y un posterior homenaje, pero,
¿qué probaba eso? ¿Que fue más valiente que los que se quedaron amedrentados en
las trincheras, aguardando al primer idiota para que lo mataran a él?
Bueno, ahora me venía bien.
Sin embargo… ¿y mamá y Gon? ¿Y Lía? ¿Qué las pasaría a
ellas? Ambas se quedaban solas. Gon no solía estar en casa y eso ponía de los
nervios a mi madre, pero yo era la que le hacía compañía. Y Lía… bueno, ninguna
teníamos demasiada popularidad y tendría que buscarse la vida en el instituto.
Mientras atravesaba el pequeño parque que atajaba al cementerio
local, se me ocurrió la idea de si podía atravesar los árboles o cualquier otra
cosa. O incluso burlar a la gente.
Cuando me disponía a traspasar un banco, una voz me detuvo.
–Yo que tú no haría eso.
Era grave, aunque no demasiado, y estaba calmada.
Me giré en redondo, mientras noté una nueva llamarada de
esperanza. ¿Había encontrado a otro como yo?
Frente a mí estaba un joven un año mayor que yo, con el pelo
castaño tirando a rubio y unos ojos curiosamente dorados. Era mucho más alto
que yo y llevaba una sonrisa socarrona en la boca, que me pedía a gritos que le
metiera un guantazo.
–Tampoco haría eso
–dijo, acrecentando su sonrisa.
–¿Es que me lees la mente?
Ignoró por completo mi pregunta.
–Parece que te has tomado bastante bien eso de tu muerte.
–¿Te parece? –Inquerí, intentando sonar despectiva. Tenía un
aire arrogante que me molestaba mucho–. Ahora, déjame vivir mi eternidad en
paz.
–No vas a poder sin mí a tu lado.
–Parece que haces muchas suposiciones erróneas sobre mí.
–Esta en concreto no –respondió–. Porque sé que tienes
preguntas, y yo tengo las respuestas.
–Das miedo –declaré, mientras me volvía para seguir con mi
camino.
Nada más encarar el sendero de grava, una forma apareció
ante mí.
De nuevo el chico.
–No voy a preguntar cómo te has movido así de rápido. ¿Te
parece bien?
–Me parecería bien si no me fueras a preguntar todo lo que
me quieres preguntar.
Puse los ojos en blanco.
–¿Ahora te crees un sabiondo?
–No me lo creo, lo soy –aclaró, haciendo un movimiento con
la mano–. Y ahora, ¿quieres venir conmigo o voy a tener que cogerte a la
fuerza?
–No me fío de desconocidos –dije.
–Es igual, conque uno de los dos sí, estamos bien. Aunque he
de decir que no eres una desconocida para mí –mostró una sonrisa felina que
hizo que me estremeciera entera.
–¿Has dicho que tenías respuestas?
–Todas –me aseguró.
¿Qué podía hacer? Desde luego tenía que sacarle información,
pero también me sentía segura a su lado. Ya no solo por la razón de que era el
único fantasma que había visto desde que había muerto, sino porque me resultaba
extrañamente familiar, y, por alguna razón que no llegaba a entender, había
algo en él que me garantizaban seguridad.
–¿Te has decidido ya? –Preguntó.
–¿Adónde se supone que me llevas?
Se mordió el labio.
–Es una sorpresa.
–¿Y esperas que así me fíe de ti? –Resoplé–. Para empezar,
no sé ni tu nombre.
–Ancel para servirla –dijo, haciendo una ridícula
reverencia.
Al inclinarse pude ver algo que le sobresalía de la espalda
y que, de otra manera, quedaba oculta por su cabeza: una espada.
–¿Ella también viene? –Hice un gesto al arma de Ancel.
–Musitel. Sin ella no vivo, Leyna –respondió, poniéndose
serio.
–¿Cómo sabes mi nombre?
–Ya te he dicho que no eras tan desconocida –esbozó una
sonrisa torcida.
–Bien, empecemos con el cuestionario.
Ancel resopló mientras yo repasaba mentalmente la lista de
preguntas que nos dieron cuando estudiamos eso de la entrevista.
–¿Cuántos años tienes?
–Dos mil y pico. Perdí la cuenta hace cincuenta años.
–Ancel.
–Vale, vale. La palmé con diecisiete.
Me contuve para no decir nada.
–En mi época nos enviaban a todos a la batalla, no importaba
la edad –explicó.
Asentí mientras pasaba a la siguiente pregunta.
Lamentablemente, la mayoría no servían.
–Ahora vas a decirme por qué estoy muerta.
Él rio.
–¿Has dado la reproducción? Cuando mamá y papá se quieren…
–Corta el rollo, Ancel.
–Me encanta ver cómo te sonrojas hasta sin poder hacerlo,
técnicamente.
Pasé por alto su comentario.
–¿Qué haces aquí?
–Hacer amigos.
–Eres imposible –declaré, sacudiendo la cabeza y girándome
hacia el otro lado.
–¡Espera! –Le oí gritar a mi espalda, pero le ignoré
olímpicamente.
Volvió a colocarse delante de mí a la velocidad del rayo,
resoplando.
–Tú sí que eres imposible. No he conocido a nadie más terco.
–¿Y qué esperabas? Mi “vida” –hice el gesto de las comillas
con los dedos– acaba de dar un giro alucinante y ¿esperas que me vaya con el
primer chalado?
Noté la furia reverberando en mi interior.
–Yo mismo causé tu muerte –admitió al fin.