¿Qué te parece la historia

viernes, 28 de febrero de 2014

Capítulo 2.

Bien, no tengo tiempo ahora para revisarlo, así que por favor, sacadme fallos :3

Capítulo 2.
Miré unos segundos mi cuerpo, intentando sacar alguna conclusión que pareciera un poco más lógica, pero, aparte de que estuviese soñando, no había ninguna otra.
Era ridículo, imposible. Sin embargo… no tenía a nada a lo que aferrarme. Estaba claro que no era un sueño. Los murmullos, aunque sonasen apagados, estaban ahí. No lograba entender la mayoría de las palabras, pero sí que oía el estrés de las personas, e, incluso, podía ver sus emociones. La mayoría estaban con el corazón a punto de salírseles del pecho.
Normal, yo estaría peor si acabase de ver cómo atropellaban –y mataban– a una chica de dieciséis años.
Miré a mi alrededor, queriendo alejarme del lugar donde había terminado mi vida. Si debería estar traumatizada, no lo estaba. No en absoluto, al menos.
Supongo que porque una parte de mí aún creía que era un sueño.
Empecé a andar, sin saber muy bien adónde ir. ¿A mi casa? ¿Y qué haría allí? ¿Qué narices hacían los demás fantasmas? ¿No había un cielo? ¿No se suponía que existía un Dios? ¿Dónde estaban los ángeles, la gloria y la paz?
Paz había, eso no lo podía negar. Aún no sabía por qué los murmullos se oían tan apagados, pero me gustaba. Creaba una burbuja de silencio a mi alrededor. Perfecta para pensar sobre lo ocurrido.
Todavía conservaba la misma apariencia que tenía hacía unos minutos. Mismo pelo castaño, misma ropa. Solo que no tenía sangre.
Era perfectamente corpórea, y eso me hacía dudar de si realmente estaba muerta. Claro que, no podía sacar conclusiones precipitadas.
El hecho de que no hubiera cielo era lo que menos me desconcertaba, pero desde luego que no era la única muerta. Si bien el índice de fallecimientos había bajado, aún seguía siendo muy elevado. ¿Y los demás?
Sacudí mi cabeza para apartar los pensamientos de mi mente. Quizá los espíritus se quedaban en su tumba y, como yo todavía no había sido enterrada, tendría que esperar vagando por ahí.
Me pareció la mejor idea que había tenido hasta ahora.
Así que decidí ir al cementerio. Si tenía toda la eternidad por delante no me preocuparía malgastar una hora yendo hasta allí. Quién sabe, quizá encontraba algo.
Y podía aprovechar para visitar la tumba de mi padre, si mi suposición era acertada.
Me lo imaginé en el campo de Irak, observando su cuerpo con una herida de bala en el pecho, mientras la sangre manchaba su uniforme reglamentario.
Era lo que tenía ser militar ¿no? Dar la vida y no ser reconocido. Sí es verdad que tuvo un funeral y un posterior homenaje, pero, ¿qué probaba eso? ¿Que fue más valiente que los que se quedaron amedrentados en las trincheras, aguardando al primer idiota para que lo mataran a él?
Bueno, ahora me venía bien.
Sin embargo… ¿y mamá y Gon? ¿Y Lía? ¿Qué las pasaría a ellas? Ambas se quedaban solas. Gon no solía estar en casa y eso ponía de los nervios a mi madre, pero yo era la que le hacía compañía. Y Lía… bueno, ninguna teníamos demasiada popularidad y tendría que buscarse la vida en el instituto.
Mientras atravesaba el pequeño parque que atajaba al cementerio local, se me ocurrió la idea de si podía atravesar los árboles o cualquier otra cosa. O incluso burlar a la gente.
Cuando me disponía a traspasar un banco, una voz me detuvo.
–Yo que tú no haría eso.
Era grave, aunque no demasiado, y estaba calmada.
Me giré en redondo, mientras noté una nueva llamarada de esperanza. ¿Había encontrado a otro como yo?
Frente a mí estaba un joven un año mayor que yo, con el pelo castaño tirando a rubio y unos ojos curiosamente dorados. Era mucho más alto que yo y llevaba una sonrisa socarrona en la boca, que me pedía a gritos que le metiera un guantazo.
–Tampoco haría eso –dijo, acrecentando su sonrisa.
–¿Es que me lees la mente?
Ignoró por completo mi pregunta.
–Parece que te has tomado bastante bien eso de tu muerte.
–¿Te parece? –Inquerí, intentando sonar despectiva. Tenía un aire arrogante que me molestaba mucho–. Ahora, déjame vivir mi eternidad en paz.
–No vas a poder sin mí a tu lado.
–Parece que haces muchas suposiciones erróneas sobre mí.
–Esta en concreto no –respondió–. Porque sé que tienes preguntas, y yo tengo las respuestas.
–Das miedo –declaré, mientras me volvía para seguir con mi camino.
Nada más encarar el sendero de grava, una forma apareció ante mí.
De nuevo el chico.
–No voy a preguntar cómo te has movido así de rápido. ¿Te parece bien?
–Me parecería bien si no me fueras a preguntar todo lo que me quieres preguntar.
Puse los ojos en blanco.
–¿Ahora te crees un sabiondo?
–No me lo creo, lo soy –aclaró, haciendo un movimiento con la mano–. Y ahora, ¿quieres venir conmigo o voy a tener que cogerte a la fuerza?
–No me fío de desconocidos –dije.
–Es igual, conque uno de los dos sí, estamos bien. Aunque he de decir que no eres una desconocida para mí –mostró una sonrisa felina que hizo que me estremeciera entera.
–¿Has dicho que tenías respuestas?
–Todas –me aseguró.
¿Qué podía hacer? Desde luego tenía que sacarle información, pero también me sentía segura a su lado. Ya no solo por la razón de que era el único fantasma que había visto desde que había muerto, sino porque me resultaba extrañamente familiar, y, por alguna razón que no llegaba a entender, había algo en él que me garantizaban seguridad.
–¿Te has decidido ya? –Preguntó.
–¿Adónde se supone que me llevas?
Se mordió el labio.
–Es una sorpresa.
–¿Y esperas que así me fíe de ti? –Resoplé–. Para empezar, no sé ni tu nombre.
–Ancel para servirla –dijo, haciendo una ridícula reverencia.
Al inclinarse pude ver algo que le sobresalía de la espalda y que, de otra manera, quedaba oculta por su cabeza: una espada.
–¿Ella también viene? –Hice un gesto al arma de Ancel.
–Musitel. Sin ella no vivo, Leyna –respondió, poniéndose serio.
–¿Cómo sabes mi nombre?
–Ya te he dicho que no eras tan desconocida –esbozó una sonrisa torcida.
–Bien, empecemos con el cuestionario.
Ancel resopló mientras yo repasaba mentalmente la lista de preguntas que nos dieron cuando estudiamos eso de la entrevista.
–¿Cuántos años tienes?
–Dos mil y pico. Perdí la cuenta hace cincuenta años.
–Ancel.
–Vale, vale. La palmé con diecisiete.
Me contuve para no decir nada.
–En mi época nos enviaban a todos a la batalla, no importaba la edad –explicó.
Asentí mientras pasaba a la siguiente pregunta. Lamentablemente, la mayoría no servían.
–Ahora vas a decirme por qué estoy muerta.
Él rio.
–¿Has dado la reproducción? Cuando mamá y papá se quieren…
–Corta el rollo, Ancel.
–Me encanta ver cómo te sonrojas hasta sin poder hacerlo, técnicamente.
Pasé por alto su comentario.
–¿Qué haces aquí?
–Hacer amigos.
–Eres imposible –declaré, sacudiendo la cabeza y girándome hacia el otro lado.
–¡Espera! –Le oí gritar a mi espalda, pero le ignoré olímpicamente.
Volvió a colocarse delante de mí a la velocidad del rayo, resoplando.
–Tú sí que eres imposible. No he conocido a nadie más terco.
–¿Y qué esperabas? Mi “vida” –hice el gesto de las comillas con los dedos– acaba de dar un giro alucinante y ¿esperas que me vaya con el primer chalado?
Noté la furia reverberando en mi interior.

–Yo mismo causé tu muerte –admitió al fin.

lunes, 24 de febrero de 2014

Capítulo 1.

No me matéis plis :3 Hay algunas cosas puestas para hacer gracia, pero pueden resultar... ¿gordas? No sé, bueno, el caso es que están solo para divertir y que la lectura se haga entretenida. No penséis mal de mí ni nada, porque eso solo probaría que nunca habéis leído a John Green y... en fin, me estoy haciendo un lío xD Ya sabéis, al menos tres comentarios por favor, que el final del capítulo puede chocar y quiero saber las emociones. Un saludo.
***

Capítulo 1.
En la actualidad.

De nuevo su rostro, de rasgos finos pero firmes y decididos, aparecía ante mí. Su presencia inundaba la sala, haciéndome parecer pequeña en comparación. Era mi ángel. El que me había acompañado en los momentos más difíciles, el que me había rescatado de la tempestad y la oscuridad. El que me cuidaba y cuidaría siempre.
Sin embargo, esta vez era diferente. Sus facciones eran más duras y firmes. Me abrazó de nuevo, expandiendo su presencia por la sala como hacía siempre que soñaba con él. Pero ahora era más frío, más distante.
Sus palabras resonaron en lo más profundo de mi mente: “ha llegado la hora”. Y entonces todo se volvió negro, me sumí en un remolino del que era incapaz de salir, sin saber qué pasaba. ¿Y mi ángel sin alas? Seguía allí, pero tragado por las tinieblas.

Oh, mierda.
Había vuelto a llegar tarde.
Cuando abrí la puerta del laboratorio de biología dos segundos después de que tocara el timbre (contados, no os creáis), el señor García me lanzó una mirada que no significaba nada, salvo que estaba castigada.
Esperé en el umbral de la puerta, con una mano sujetando la correa de la mochila, mientras echaba un vistazo al aula. Sobre cada mesa había colocada una bandeja con múltiples utensilios –cuchillos, tijeras, pinzas, etc– y a su lado un plato vacío. Mientras me recorría un estremecimiento de asco, el señor García se movió, destapándome la visión de su mesa, donde reposaba una caja en la que estaba escrito: “animales de disección”.
Así que no eran mis compañeros los que olían mal. Una preocupación menos.
El señor García dio un paso hacia mí y volví a centrarme en él. Una parte de mí deseaba que me echara fuera y no me dejara entrar. Ya copiaría cualquier apunte luego. Pero, ¿en serio? ¿Disección de animales con ese vejestorio dirigiendo? Seguro que confundía la lupa con el cuchillo y la fastidiábamos.
–La voy a dejar entrar solo porque la clase de hoy es imprescindible para el examen final, pero la próxima no pasa –dijo finalmente.
Maldecí por lo bajo mientras abandonaba mi puesto y me dirigía hacia la mesa donde me sentaba con mi mejor amiga, Lía.
–Menos mal que te ha dejado pasar, no creo que hubiera podido soportar la clase sin ti aquí –susurró cuando me acomodé a su lado.
–Yo hubiese preferido quedarme fuera –mascullé, mirando de soslayo la caja que contenía a los animales muertos.
–Puaj, no sé cómo le han dejado traer eso –se quejó Lía, captando mi mirada.
–Si no leían el cartel no sabrían qué llevaba dentro. El olor puede pasarse por alto, tratándose del señor García.
Lía profirió una risita que hizo que el señor García nos llamara la atención.
–Guarden las risas para el próximo tema que vamos a dar.
–¡EL SEXO! –Saltó uno de los chicos que tengo detrás.
–Siendo más finos, señor Vidal, la reproducción humana. Una de las maravillas de la naturaleza.
–Como no se calle ya, lo va a empeorar todavía más –susurró Lía a mi lado.
Yo asentí, concorde con ella, mientras el señor García recorría la clase colocando un asqueroso animal sobre los platos. A Lía le tocó un pescado putrefacto, mientras que a mí me puso una rata que no hacía más que mirarme mal.
“No te quejes” pensé “soy yo la que tiene que abrirte de par en par”.
Lía procuraba no mirar mi plato, porque, si bien su pescado le daba náuseas, mi rata era mucho peor.
–Tienen toda la clase para describir lo que el animal tiene dentro –y añadió, al ver la mano de Vidal levantada–: también los órganos reproductores, pero cualquier palabra malsonante restará medio punto, así que no se pasen.
Resoplé con desgana. ¿Tenía que abrir una rata muerta que despedía un hedor peor que el de mi hermano después de hacer deporte y, para colmo, anotar cualquier cosa que me resultara interesante?
A punto estuve de escribir cualquier cosa en la hoja en blanco, pero al recordar que ello contaba para la nota final, traté de hacerlo bien.
Y entonces, ¿cómo se abría un animal sin despedazarlo? Porque, en serio, si yo con una lupa peligraba, imaginaos con un bisturí.
–No pienso meterme a medicina –susurró Lía, sin mirar aún mi rata.
Yo asentí y, con la mano temblando y el desayuno en la garganta, amenazando con salir, decidí hacer un corte en la tripa que seccionara al animal en dos partes para poder… investigar. Tampoco pensaba sacar un diez–de hecho, me estremecía solo de pensarlo–, pero con un notable me valía.
Un aroma todavía peor se apoderó de mi ambiente en cuanto abrí la rata. Lía ahogó un grito y se puso las manos sobre la boca, lívida. Se inclinó hacia el otro lado, en el pasillo, y echó el desayuno y la cena del día anterior.
El señor García vino en seguida, y, en cuanto vio el estropicio, pasó la vista a mi rata.
–Sabía que me habían timado –comentó.
Abrí los ojos incrédula. ¿Timado? ¿Es que encima había negociado por… eso? Coloqué mis manos sobre mi boca, tal y como había hecho Lía antes, y traté de serenarme.
–¿Pu… puedo acompañarla a la enfermería? –Pregunté, con la voz más temblorosa que pude fingir–. Yo también me encuentro mal.
El profesor suspiró.
–Iros antes de que huela mal.
“Como si no lo hiciera ya” pensé, pero me apresuré a levantarme y coger a Lía por los hombros para sacarla medio a rastras de la clase.
Recé por que el pasillo estuviese desierto, para evitar encontronazos que nos fastidiaran los dos años de instituto que nos quedaban a ambas. Afortunadamente, la enfermería no estaba muy lejos del laboratorio y, al estar en mitad de la primera clase, no había demasiada gente por allí.
Llegamos hasta la inmaculada puerta blanca con una cruz roja en ella y, sin molestarme en llamar –tampoco es que pudiera–, la abrí y entré en ella.
Francisca, la enfermera, estaba sentada a un escritorio con un iPad entre las manos.
¡Ah! O sea, ¿que hasta la enfermera tenía iPad?
Levantó la vista y nos dirigió una mirada que decía: “iros de aquí si queréis vivir hasta mañana. Estoy a punto de llegar al nivel veintinueve del Candy Crush.”
Sin embargo, se levantó y, sin molestarse si quiera en saludarnos, sonreírnos o preguntarnos, agarró a Lía y la tumbó en una camilla.
–¿A ti te pasa algo? –preguntó Francisca, mirándome de reojo.
Negué con la cabeza apenas imperceptiblemente, rezando para que no me echara, pero fue en vano.
–Pues lárgate –replicó.
Maldecí por lo bajo mientras salía de la enfermería, echando una mirada por encima del hombro a Lía, que estaba lívida y sin enterarse de nada de lo que ocurría a su alrededor.
Al dar el primer paso fuera de la sala, me choqué con un chico rubio, que me sacaba una cabeza e iba vestido con el chándal de deporte.
–Perdón. ¿Sabes dónde está el laboratorio de biología? Tengo que darle esto a Leyna Shellow–dijo, mostrándome un sobre cerrado con mi nombre en su exterior.
–Eh… sí. Soy yo –estaba desconcertada. ¿Un sobre para mí? ¿De quién? Y, además ¿el que me lo hubiera enviado, no podría haberlo hecho después de clase? – ¿Quién te lo ha dado?
–Tom –respondió.
–¿Thomas Brand? –No me lo podía creer.
–Sí. Oye, tengo que irme o la entrenadora se va a poner hecha una furia.
Agarré el sobre y lo miré, dándole vueltas entre las manos. ¿Tom me lo había enviado? ¿Y por qué no me lo daba él?
Pensé que quizá era que le daba vergüenza, pero Tom y el término vergüenza eran completamente antagonistas. De hecho, creo que esa palabra no formaba parte de su vocabulario.
Como otras tantas.
Suspiré. ¿El chico más bueno del curso me había enviado un sobre cerrado, fuera de la fecha de San Valentín? Si no circulaban cartas ese día, cualquier otro ya era toda una rareza.
Lo doblé y me lo metí en el bolsillo, mientras me encaminaba al baño de chicas. Podía usar la excusa de que quería limpiarme las manos de las babas que Lía me había echado durante el camino. No es que fuera mentira, pero tampoco era del todo verdad.
Me aseguré de que no venía nadie antes de cerrar la puerta del servicio, y entonces, rasgué el sobre que contenía la carta de Tom.
No sabía qué me encontraría, pero, desde luego, no era lo que en realidad me encontré. Me había esperado una disculpa por tirarme el zumo en quinto, o incluso una burla, pero, ¿que me invitara a tomar algo? Eso era una broma seguro.
Sin embargo, el papel estaba perfumado con su colonia, y me había molestado en pedirle los apuntes innecesariamente en sexto solo para hablar con él, así que reconocía perfectamente su letra, además de que se sentaba a dos sitios de mí en matemáticas.
Resoplé, metí las manos debajo del grifo y me las llevé a la cara, para refrescarme un poco. La idea de volver a disecar mi rata me daba mareos.

A la salida del instituto iba andando sola. No había visto a Tom en todo el día, por lo que no había tenido oportunidad de escrutarle la cara para ver si al mirarme hacía algún gesto.  Lía se había marchado a casa después de estabilizarse, por lo que me tocaría regresar sin compañía.
Aunque, ¿adónde iba a ir? La nota rezaba claramente que fuera a una heladería, que yo no conocía, nada más salir de clase. ¿Y si era una broma pesada y me tenían algo guardado allí? Tom estaba bueno, pero los populares suelen sobrepasar el límite de la estupidez.
No obstante, había algo que me atraía irremediablemente y, sinceramente, la voz de mi cerebro que me decía que podía poner como excusa haber estado en la biblioteca, no ayudaba.
Finalmente, y en contra de cualquier mente lógica, me encaminé hacia la dirección que indicaba la nota.
Hablaba sobre la esquina de una calle que no conocía, pero que sabía dónde quedaba, justo la que cruzaba la avenida donde vivía Lía.
¿Le hablaría a ella sobre la carta? No lo tenía pensado. Supongo que dependería de cómo fuera la tarde. Sabía que nos habíamos prometido nada de secretos, pero todos los tenemos… ¿no?
Cruzaba un paso de peatones de una carretera por la que se suponía que no pasaban coches, cuando, mientras miraba a un niño pequeño saltando las rayas blancas, un dolor me atravesó entera.
Solo vi el reflejo del sol contra la carrocería de un coche plateado antes de preocuparme más por el suplicio que sentía.
Empezó en el costado, y luego, tras unos segundos de suspensión en el aire, más dolor se me extendió por el cuerpo. Me quedé sin oxígeno, boqueando en el suelo mientras intentaba pararme la hemorragia. Notaba la sangre caliente, pero no me fijé demasiado en ello, puesto que el dolor que sentía era aterrador.
No sentía las piernas, y temí no volver a andar, aunque esa no era la mayor de mis preocupaciones en ese momento. Oía vagamente a la gente lanzando gritos, era semi consciente del barullo que se había montado a mi alrededor. Pero, conforme pasaba el tiempo, me fui dando cuenta de una cosa que terminó por aterrorizarme: perdía la consciencia.
No del modo en el que te desmayas, sino de otra manera, como si hubiese tenido algo metido dentro que me abandonaba poco a poco. ¿Qué significaba eso? Nunca me había quedado inconsciente, pero tampoco nadie me había contado lo que se sentía.
Quizá era mejor así. Si me desmayaba, no sentiría el dolor. Pero, ¿y si entraba en coma? A lo mejor era eso lo que me estaba pasando.
Intenté luchar, levantarme o algo, agitar los brazos, pero no conseguí nada. Una voz me decía que me rindiera, que me sometiera a la paz de la pérdida de consciencia.
Ignorando cualquier consecuencia y atenazada por el dolor, me dejé llevar por la vocecita. No había una antagonista que me dijera: “eso está mal, debes luchar”. Pero lo cierto es que no tenía ni fuerzas ni ganas.
Al final, noté que me aupaba. Estaba completamente segura de que estaba despierta. Completamente, además. Todo era muy confuso. Veía borrones de gente corriendo, las luces parpadeantes de la ambulancia y más abajo, mi cuerpo, ensangrentado y con los ojos cerrados.
Un momento. ¿Mi cuerpo? Al mirarlo de nuevo y recordarlo todo, me di cuenta de lo que había pasado, por muy incoherente que sonara.
Estaba muerta.

sábado, 22 de febrero de 2014

Prólogo.

Bien, comenzamos con "Al Otro Lado de la Ventana". Ya sabéis que hasta los 3 comentarios no subo el capítulo 1. Saludos.

Prólogo.
Año 3 d.C
La lluvia caía sin cesar en la gran explanada mientras el sol terminaba de esconderse. Los individuos que abarrotaban el páramo desierto ignoraban por completo la condición atmosférica, ya que ésta no les afectaba en absoluto.
Cada vez llegaban más y más, haciendo que los ya presentes se tuvieran que juntar unos con otros para que todos cupieran en la explanada. Sin embargo, eran muchos, demasiados.
Se colocaban en dos bandos, unos en frente de otros, lanzando miradas amenazadoras al grupo enemigo. Se habían ataviado con ropajes que no necesitaban llevar, pero a los que ya se habían acostumbrado. Todos portaban uniformes militares robados, con varias armas colgando del cinturón. La mayoría empuñaban largas y afiladas espadas, pero otros asían cuchillos arrojadizos, arcos y flechas y algunas mazas.
Un murmullo se apoderaba del panorama mientras un joven de unos diecisiete años con una especial habilidad para la espada, observaba el paisaje con ojo crítico.
No tenía claro si iban a vencer, pero desde luego que lucharían, por su libertad.
Bajó con gran gracilidad la colina donde se encontraba, hasta colocarse al frente de su grupo, más fuerte y rápido pero con menor número de componentes.
Desenvainó su espada, que destelló bajo la luz de la luna, mientras el agua mojaba su pelo.
“Es muy poderoso” se escuchaba por el llano.
La levantó, mientras un rayo surcaba el cielo y dejaba ver su cabello castaño cayendo sobre unos ojos extrañamente ambarinos.
El murmullo cesó, mientras ambos bandos observaban con admiración el filo de la espada del muchacho. Ni siquiera Gabriel, liderando el grupo enemigo, dijo nada mientras la espada de su contrincante apuntaba al cielo.
Cuando la bajó, miró a Gabriel y sonrió mostrando todos sus dientes. Éste sintió un escalofrío, y supo al instante que no era por el frío. El frío ya no le afectaba lo más mínimo.
Gabriel apretó la mandíbula mientras se preguntaba cómo iba a vencer a un joven tan vigoroso. Ni siquiera él había alcanzado tanta fuerza.
No obstante, apartó esos pensamientos de su mente mientras encaraba al chico. Éste dio dos pasos al frente, interponiendo entre ambos su espada, que a tantos de los suyos había convertido.
Gabriel desenvainó también la suya y miró al joven con la cabeza ladeada.
–Dime una cosa, chico –dijo–. Dime cómo te llamas.
–¿Importa eso? Lo sabrás cuando te conviertas bajo mi espada.
–Eso está por ver. Pero dime tu nombre, al menos.
–Te lo diré con una condición –respondió el muchacho, esbozando una sonrisa torcida.
–¿Estás de broma? ¿Crees que me importa tanto tu nombre?
–Lo suficiente como para estar desprotegido a una distancia muy poco prudencial de mí. Además, sé que tienes curiosidad por saber quién ha causado tanto terror entre los de tu gente –contestó–. Pero te gustará mi condición.
–Adelante –masculló Gabriel.
–Quiero que nos batamos en duelo tú y yo. Estoy falto de alguien bueno con quien luchar. Los demás podrán batallar mientras tanto, pero ni los míos ni los tuyos nos molestarán. Si cualquiera de los dos se alza con la victoria, la guerra parará y los dos bandos se irán a casa tal y como hayan quedado durante nuestro combate.
Gabriel hizo ademán de pensárselo, solo porque no quería admitir que aquel chico estaba siendo muy generoso. Sin embargo, debía sopesar sus opciones. Si el muchacho no lo engañaba o le ocultaba algo, ganaría mucho, pero si escondía algo entre sus filas…
No obstante, era mucho mejor que tener a aquel chiquillo corriendo entre su ejército, sesgando cuellos con la velocidad de un rayo. Porque era capaz de aquello y mucho más.
Gabriel había oído hablar de su gran estrategia. Gracias a su habilidad con la espada, a la que llamaba Musitel, y su impresionante velocidad, conseguía colarse entre las filas enemigas (dejando un gran número de convertidos a su paso) hasta el mísmisimo centro, y una vez allí empezaba a atravesar soldados con su arma.
Nadie, ni siquiera Gabriel, era tan bueno como él en duelo. Pero sí que era uno de los pocos que podían entretenerlo durante una cantidad de tiempo considerada.
–¿Cómo sé que cumplirás tu palabra si muero? –inquirió Gabriel.
–Que Satán me condene si no lo hago.
Gabriel alzó la barbilla.
–Que así sea –susurró.
El muchacho sonrió, alzó su espada e hizo una pequeña reverencia.
–Mi nombre es Ancel –y se lanzó al ataque, chillando el grito de batalla.
Pilló a Gabriel un poco desprevenido, por lo que no tuvo más opción que interponer su arma entre su cuerpo y el filo de Musitel, varias veces, hasta que logró estabilizarse.
El duelo al principio era una rutina de ataques y desvíos por parte de Gabriel. Éste no lograba encontrar un hueco en la defensa de Ancel por mucho que se esforzara en fintar y esquivar los golpes que el muchacho propinaba.
Gabriel sabía que tenía mucha velocidad, pero no se imaginaba hasta qué punto. Lo que vio le sorprendió.
En un golpe, Ancel amagaba para atacar por la derecha, por lo que Gabriel se protegió el lado izquierdo. Sin embargo, en menos de un segundo, Ancel fintó a izquierda y se cambió la espada a la mano izquierda, haciéndola atravesar el costado de Gabriel.
Éste reprimió un grito ahogado mientras la hoja de Musitel avanzaba por entre sus costillas, quemándole por dentro y deshaciendo su forma corpórea.
Ancel sonrió y extrajo la espada mientras el cuerpo de Gabriel se desvanecía en el aire.
Había ganado.
En ese momento, la lucha que se libraba a su alrededor se volvió presente, y Ancel alzó de nuevo a Musitel, ordenando a su gente que detuviera la batalla.
Todos pararon de luchar en seguida, dándose cuenta por primera vez de que habían vencido. Todos… excepto uno.
Un niño, de apenas once años, sediento de venganza por aquellos que habían convertido a su abuelo, hizo caso omiso de la señal de Ancel, ignorando por completo la peligrosidad de su acto.
Antes de que el muchacho se diese cuenta, el niño ya había atravesado a otro con su flecha, y profirió un sonido triunfal, que pronto acabó cuando uno de los cuchillos arrojadizos de Ancel le atravesó la espalda, haciéndole desaparecer para toda la eternidad, perdido en el limbo.
Ancel maldijo en silencio, con el miedo pintado en su mirada.
Quizá no tuviera importancia. Quizá Satán no existía. Quizá…
Pero el cielo se abrió, la lluvia cesó, las montañas se removieron y el suelo tembló.
Una cegadora luz roja iluminó la explanada, haciendo que los presentes se taparan la cara con las manos.
Ancel se llevó la mano libre a la empuñadura de Musitel, que había envainado en cuanto el cuerpo de Gabriel había desaparecido.
En cuanto pudo abrir los ojos, se quitó la mano de la cara, mientras el miedo le recorría entero.
Ante sí había una presencia mucho más grande y poderosa que cualquiera. Ancel sabía que él sin su forma corpórea intimidaba lo suficiente como para hacer que hasta los llamados Siete Arcángeles le temieran. Sin embargo… al lado de su señor, no era nada.
Hincó una rodilla en el suelo mientras bajaba la cabeza en señal de sumisión.
–Mi joven Ancel –murmuró Satán; y, aunque lo había dicho en bajo, su voz reverberó por toda la explanada–. ¿Has incumplido tu palabra?
–No, mi señor.
–No mientas, chico. Eres poderoso, pero yo lo soy más –advirtió su amo–. Y ahora dime, ¿si no has incumplido tu palabra, por qué estoy yo aquí?
–Ha sido una equivocación, Príncipe de las Tinieblas. Yo ordené parar, pero uno de mis soldados desobedeció. Se le impartió el castigo apropiado –se apresuró a decir.
Para su sorpresa, Satán rio.
–Lo siento por ti, mi joven Ancel. Te confié el mando de mi ejército porque tenías las suficientes cualidades, y eras el mejor. Pero hiciste un juramento, ¿recuerdas?
Por supuesto que lo recordaba. Aquellas palabras que tuvo que pronunciar aquel día se grabaron a fuego en sus entrañas. Apenas habían pasado diez años desde su Ascenso cuando se convirtió en el más poderoso del Otro Lado. Y tres años más tarde, un consejero de Satanás le hizo acudir a un páramo helado para realizar un ritual, en el que debía jurar para convertirse en el capitán del Ejército de las Tinieblas.
“Juro solemnemente dar la cara por mi pueblo, protegerlo con mi vida, conducirlo a la victoria y, sobre todo, alzarme en la grandeza en su nombre.”
Al rememorarlo, Ancel supo a qué parte del juramento se refería su señor.
“Juro solemnemente dar la cara por mi pueblo…”
Tragó saliva, a pesar de saber que era un acto muy humano.
–Tranquilo, Ancel. No seré duro contigo, puesto que te enfrentas a las consecuencias sin oponer resistencia y has puesto al Arcángel más poderoso en nuestro bando –miró alrededor, a ambos grupos, que seguían observando anonadados–. Podéis marchar, sobre todo si no queréis ver lo que va a pasar ahora.
Ancel cerró los ojos fuertemente. ¿Qué iba a pasar? Desde luego sufriría, eso lo tenía claro. Si no, Satán no estaría echando a los demás de la explanada. Y eso le hizo plantearse otra cosa más: iba a sufrir mucho. El Príncipe de las Tinieblas no era famoso por su compasión.
Cuando el chico los abrió, solo estaban él y su señor en el llano. De haber tenido corazón, se le habría salido del pecho.
Satán sonrió.
–No te preocupes, joven. Será un dolor fugaz y solo hará crecer tu poder. Pero también es una maldición, así que ándate con ojo.
Ancel asintió y alzó la cabeza, con orgullo.
–Así me gusta. Con honor.
Oyó una risa antes de que un nuevo rayo surcara el cielo y le cayera directamente en la cabeza. De haber sido un rayo normal no le habría afectado lo más mínimamente, pero este le atravesó por dentro, mientras sentía a su alma retorcerse de dolor. Cayó de rodillas al suelo, cerrando los ojos y procurando no gritar.
Sin embargo, no aguantó mucho.
Chilló como nunca nadie había chillado. Sentía como si la sangre volviese a correr por sus venas, y en ese momento, el pensamiento le hizo calmarse un poco.
No obstante, al momento siguiente, ese líquido, o lo que fuera, que parecía sangre, se tornó en fuego que quemaba sus entrañas.
Al cabo de media hora, observando a Ancel retorcerse en el suelo de dolor, Satán lo miró levantarse cuando el sufrimiento cesó, tambaleante.
–¿Qué… me habéis hecho? –Jadeó.
–Ahora, mi joven Ancel, tienes el poder de matar a los mortales con una guadaña. Te harás llamar la Muerte o Parca y deberás aprender a controlar tu nueva adquisición.
Un caballo negro apareció, relinchando, ya equipado con silla y brida, y con el arma citada por Satán anteriormente, atada a la montura.
Ancel sintió que se estremecía por dentro. ¿Matar a los mortales? ¿Y cómo se hacía eso? Sin embargo, cuando fue a preguntar, Satán había desaparecido.
Lo que en un principio le pareció una maldición, se tornó en seguida en una gran ventaja. Algo extraño se apoderó de su mente, y, antes de contenerse, acarició el cuello del caballo negro, que resopló nervioso.
Sonrió malévolamente.
–Vamos a causar algunos estragos, ¿quieres? –dijo, mientras montaba.

viernes, 21 de febrero de 2014

Presentación e introducción.

¡Ha llegado la hora! Terminada mi primera novela, Más allá del límite, empiezo con la segunda. Os cuento:

-Se llama "Al Otro Lado de la Ventana".
-Es una novela sobre ángeles y demonios, pero os aseguro que jamás habéis leído una como la mía.
-Tendrá una continuación.
-Ésta se llamará "El Reinado de Satanás".
-Al otro lado de la ventana contará con 22 capítulos (a lo sumo), más largos que MAdL, un prólogo y la introducción que incluiré en esta entrada.

Y ahora que ya sabéis los puntos importantes de la novela, paso a contaros algunas cosas que quiero para el buen funcionamiento de este blog.

-La más importante, y sé que soy pesada, los comentarios. Yo no puedo leeros la mente y para saber qué emociones está causando mi historia, necesito que comentéis y me digáis qué os ha parecido. Ya no solo en cómo está escrita, sino, en plan: "ala, no me puedo creer que haya pasado eso". Los comentarios de "sigue", no ayudan, lo siento. Por lo tanto, os pido tres comentarios por capítulo, al menos. No cuestan NADA. Gracias.
-La siguiente es el respeto. Si no os gusta, o si le cambiaríais algo, ponedlo, pero siempre con todo el respeto del mundo por favor. Yo pido críticas, y las acataré sin problema, pero no me insultéis ni nada de eso.
-Tercera, pondré una página arriba del todo de "contacto". Os dejaré las diferentes maneras de comunicaros conmigo, pero, por favor, usadlo bien.
-Cuarta, MI NOVELA TIENE DERECHOS. Cualquier intento de plagio (parcial o total), será DENUNCIADO.

Y en principio, eso es todo, pero me gustaría, como en un buen libro, dedicar esta novela a unas personas.
A mis amigas, Elena, Silvia, Carol, Rocío y Pat, por aguantarme en clase y leeros todas mis historias. Os quiero. Y también a todos los que me leéis y comentáis, sobre todo a María Fontaneda, Sandra Gómez y Vera Arroyo, por vuestro apoyo incondicional.

Y ahora, sin más miramientos, os dejo la introducción con la que empieza mi historia:

“Cuando un humano nace, uno de nosotros se va. Cuando un humano muere, uno de nosotros vuelve.
No somos como creen. No tenemos alas ni irradiamos luz blanca. Somos pura existencia, una existencia que con el tiempo se ha ido volviendo esclava de la oscuridad, la oscuridad propia de la soledad y el desprecio mismo.

Y ahora, buscamos venganza.”