------------------------------------------------
Capítulo 9.
–¿Qué has dicho?
–Lo has oído bien.
–¿El espíritu más deseado del Otro Lado? Estás de broma.
–En absoluto. Comprobarías que tengo razón si vienes
conmigo.
Puse los ojos en blanco.
¿Qué otra cosa podía hacer? Tal vez podría intentar
atrasarlo, o sacarle más información acerca de Lucifer y el Infierno. ¿Sería como
en los cuentos? ¿Todo fuego, maldad y oscuridad? De algún modo, sabía que no.
–Quiero poner una condición –anuncié.
Ancel se giró y abrió mucho los ojos.
–¿Otra? –Inquirió, con tono de burla y llevándose un
puñetazo de mi parte en el hombro, que fue más flojo de lo que había previsto.
–Sí –respondí con aplomo.
–Dispara –de nuevo, una sonrisa torcida se había apoderado
de su rostro.
–Quiero ver a mi familia.
Respiré hondo por septuagésima vez, intentando en vano que
Ancel no me viera.
–Me estás poniendo nervioso.
–No lo puedo evitar. Me tranquiliza.
–No, no lo hace. Lo único que hace es fastidiarme –protestó.
Me volví hacia él.
–En serio, Ancel, dos cositas de nada. ¿Cómo es posible que
seas el General del ejército siendo tan quejica? Y la otra ¿por qué tuve que
estar atada a un tío tan pesado?
–Porque no me has visto a la hora de luchar. Y mejor no te
lamentes demasiado, recuerda que yo también estoy atado a ti –añadió, con una
sonrisa de las suyas.
Me di la vuelta de nuevo, mirando el camino que tan bien
conocía. La grava del camino de entrada, enemiga acérrima de mis rodillas
cuando era pequeña; los pequeños tulipanes de colores en el jardín; la
inmaculada pintura blanca del porche.
Me detuve ante la puerta y apoyé el puño cerrado contra el
marco, intentando controlar mis emociones.
Noté una suave presión en el hombro, y, al volverme,
descubrí a Ancel con la sonrisa más adorable que había visto en mi vida.
Me pareció increíble que tuviera tantas facetas. Yo solo
conocía tres –la simpática, la sarcástica y la intimidadora–, pero me apostaba
lo que fuera a que me faltaban muchas más por descubrir.
–¿Te arrepientes? –Preguntó.
Rememoré el momento de mi muerte, y después a mi sucio
hermano y mi querida madre. Ni siquiera les había dedicado un solo pensamiento,
y se lo debía.
–No –dije con aplomo.
–Así me gusta –sonrió Ancel.
–¿Podemos atravesarla o la tenemos que abrir? –Inquirí,
señalando a la puerta.
Ancel hizo un mohín.
–Espera aquí y no te muevas.
La última vez que me había dicho eso había matado a un hombre.
–Ni de coña.
Él me miró sin entender hasta que final cayó en la cuenta.
–¿Crees que me voy a cargar a tu familia? –Profirió una
sonora carcajada que sonaba sincera.
–No tienes ninguna razón para no hacerlo, pero tienes al
menos una para matarlos.
–¿Ah, sí? ¿Cuál?
–Pues, por ejemplo, yo no voy a ir contigo hasta que les
vea, así que si te los cargas, no tendré que más remedio que ir contigo.
Ancel se acercó.
–¿Y no has deseado ni por un momento que la palmen para
acompañarte?
–No –y era la verdad.
–Eres muy rara –declaró Ancel, apartándose–. Pero, de todas
formas, ¿qué te hace pensar que los voy a matar?
–No lo sé. Das mucho miedo, por si no te has dado cuenta.
Él se miró entero, frunciendo el ceño.
–Llevo una sudadera negra, unos vaqueros y unas zapatillas
normales. Dejando de lado mi altura y mi masculinidad, ¿qué te hace pensar que
los voy a matar?
–Oh, está bien. En cualquier caso, ¿cómo podría saber si
tienes que matar a alguien, si no me cuentas nada?
Ancel puso los ojos en blanco mientras se apoyaba contra el
marco de la puerta, quedando muy cerca de mí.
–No te puedo contar gran cosa, pero si tengo que matar a
alguien, me da un jamacuco, mi energía cambia y mis ojos se vuelven azules.
–Recibido.
–Y ahora, espérame aquí y no te muevas. No hagas nada si ves
a algún vecino o familiar, ¿está claro?
–Cristalino –dije, poniendo la sonrisa más inocente que
pude.
Ancel me miró de reojo y bajó las escaleras del porche para
rodear la casa por el jardín. Le seguí con la mirada hasta perderle de vista, y
entonces me senté en el primer escalón, apoyando mi codo en el muslo y la
cabeza en la mano.
¿Quería realmente ver a mi familia? Le había dado muchas
vueltas al tema durante el trayecto, pero no había sacado ninguna conclusión.
Mi cabeza tenía sentimientos encontrados.
Ni siquiera sabía cuál era el mayor. Ambos tenían el mismo
peso, y eso no lo hacía fácil. Sin embargo, ya había tomado mi decisión.
Por mi madre y mi pesado pero querido hermano.
Un ruido que provenía del jardín me sobresaltó, haciéndome
ponerme en pie. Escruté la parte trasera de la casa, sin moverme de mi sitio
tal y como Ancel me había dicho.
Pero, ¿por qué le hacía caso? Podría echarle fácilmente la
culpa si algo pasaba. Era él quien no me quería contar lo que pasaba.
Bajé el primer escalón indecisa, y me quedé allí parada,
imaginando toda la clase de cosas que podrían suceder si abandonaba mi puesto.
El problema era que no tenía absoluta idea de a qué cosas me
enfrentaba. Ni siquiera sabía si tenían que ver con el Mundo de los Muertos.
Suspiré y bajé los dos escalones restantes, deteniéndome al
pie de la escalera. Agudicé el oído, tratando de escuchar un ruido de nuevo.
Lo había oído claramente, lo que significaba que lo que
fuera que había producido el sonido estaba bien muerto.
Y entonces me entró la duda sobre si Ancel estaba en
peligro. Algo me decía que el ruido tenía que ver con él, pero, ¿hasta qué
punto?
Decidí moverme. Si estaba en peligro, ya me lo agradecería.
Y si no… bueno, soy Leyna Shellow. No me voy a quedar sentada.
El silencio que reinaba me pareció de repente muy abrumador,
y el recuerdo de las películas de miedo que pude ver cuando estaba viva –no
fueron muchas, era una cagada– me atenazaba la garganta.
Me imaginé al psicópata suicida agarrando a Ancel por la
garganta en el patio trasero de mi casa –porque, seamos realistas, ¿Ancel
tropezándose? ¿Y luego que van? ¿Ranas con pelo?
Sabía que probablemente no podía cargárselo, pero yo había
sentido el dolor, y no era agradable. Porque cuando estás vivo el dolor lo sientes
realmente en el cerebro, e incluso puede remitirse con juegos mentales. Pero
aquí… esto era dolor de verdad. Un pinchazo que recorría los recovecos más
hondos de tu alma. Como decía, no era agradable.
Avancé durante todo el largo de la casa andando en silencio,
procurando no hacer nada de ruido –y tropezándome hasta con el aire– y mirando
hacia atrás constantemente.
Justo en el momento en el que torcí la esquina, un cuerpo
muy alto se abalanzó sobre mí, haciéndome brincar hacia atrás.
Algo me decía que de haber tenido un corazón, se habría
parado sin dudarlo.
Tropecé con una de las herramientas que usaba mi hermano –o
que era obligado a usar por mi madre– para limpiar el jardín.
Vi una sombra en el suelo a mi lado, profiriendo sonidos y
revolcándose en el césped.
Ancel. Riéndose.
–¿Tan gracioso ha sido? –Fruncí el ceño.
–¡Hacía siglos que no me reía así! –Exclamó.
–Literalmente –mascullé, levantándome.
Ancel se rio durante un buen rato más, restregándomelo por
la cara, hasta que saqué el tema de su pasado.
En ese momento, se parecía a mí por las mañanas. Cuando
odias a todo ser humano que ose dirigirte la palabra, para aclarar.
–¿Y bien? ¿Qué pasa con mi familia?
–Oh, sí. No están en casa.
–¿Qué? ¿Y dónde están?
Y de nuevo, sentimientos encontrados. Una mezcla de alivio y
decepción se apoderó de mí, sin saber cuál imponía más.
–En tu funeral.
Me obligué a modular mis respiraciones para que no me diera
un ataque de nervios. ¿Mi funeral?
Ancel y yo nos encontrábamos en frente del tanatorio local,
que estaba justo al lado del cementerio.
–Leyna, vamos a hacer una cosa. No vas a entrar hasta que
estés calmada ¿vale? Nos jugamos mucho aquí.
Y por primera vez, supe lo mucho que estaba arriesgando por
mi culpa. Él no tendría que estar aquí, acompañándome en mi funeral, sino
postrado ante Lucifer, conmigo a su lado.
Sin embargo, estábamos aquí.
Le miré de reojo, un gesto apenas visible, pero que él sí
pudo percibir. Me lanzó una sonrisa amigable que consiguió calmarme.
–Ya estoy lista.
–¿Estás segura? Tu energía vibra demasiado –hizo un mohín–.
No tendrás familiares médiums, ¿verdad?
Negué con la cabeza, aunque evité preguntar por qué quería
saber eso.
Mientras cruzábamos las puertas del tanatorio, pregunté a
Ancel:
–¿Y cómo sabes que están aquí?
–Tu madre lo dejó apuntado en una nota. Estaba en la nevera.
–¿Has entrado a mi casa?
–Ajá. Por la puerta de atrás –dijo, anticipándose a mi
pregunta.
–¿Y sabías que había una puerta trasera?
–Soy de los que hacen bien su trabajo.
Recordé el momento de mi muerte. Lo que había hecho antes, y
caí en algo.
–La nota…
–La escribí yo –Ancel asintió–. Me materialicé y escribí la
nota haciéndome pasar por el chico que te gustaba.
–No me gustaba.
–Lo que sea. El caso es, ¿no notaste que ese día no fue al
instituto?
Y sí, lo noté. Como para no hacerlo. Prácticamente, Lía y yo
nos pasábamos todos los tiempos libres acosándole.
–Y el del coche…
–También era yo –concedió.
Rememoré el momento, la última visión que tuve antes de que
el coche conducido por el mismo chico que tenía al lado me arroyase.
Unos ojos azules. Azules eléctricos.
–Uf.
–Y esa es la razón por la cual no te respondo todas las
preguntas. Es demasiada información, y muy fuerte. Es mejor que te la diga poco
a poco –y añadió–: te espero fuera para darte intimidad.
Asentí mientras cruzaba la puerta que daba a mi capilla
ardiente. En un ataúd de madera, reposaba mi cuerpo, cubierto de flores.
Mi familia estaba reunida en torno a él, con trajes negros y
las caras rojas del llanto. O bueno, lo que quedaba de mi familia.
Tanto mi tío como su esposa habían perecido en el mundo de
la bebida. Mi padre había muerto en la guerra de Irak, y mi madre tenía una
sola hermana soltera que padecía una extraña enfermedad. Mis abuelos… bueno, ya
los vería por aquí.
Pero el que más me rompió el corazón, a pesar de la
sorpresa, fue mi hermano. Estaba sentado en una silla, con los hombros hundidos
y la cabeza gacha. Lágrimas saladas caían al suelo bajo sus pies, empapando a
veces su bonito traje negro.
Me dieron ganas de correr a abrazarlo, de consolarle. Ya
tenía los quince cumplidos, pero eso no quitaba que no siguiera siendo mi
hermano pequeño. Además, también había perdido a su padre.
–Ni se te ocurra –dijo Ancel, desde la puerta.
Observaba todo atentamente, con la misma expresión
impasible, aunque pude atisbar un brillo de compasión en sus ojos. No obstante,
fue tan ligero que creí que me lo había imaginado.
Resoplé y me acerqué al ataúd. Mi madre estaba asomada a él,
acariciándome la cara con la mano y retirándome los pelos castaños de la
frente.
Ambos párpados estaban bajados, y noté que habían cubierto
bien la herida del costado con una blusa blanca y unos vaqueros.
No obstante, aún se notaban los moratones de la cara. Así no
podré ligar.
En ese momento llegó el cura, y me pregunté por qué habían
hecho el funeral en la misma capilla ardiente.
–¿Nos vamos a quedar toda la misa? –Inquirió Ancel desde la
puerta.
Miré a mi madre y después a mi hermano, que seguía llorando
en la silla, y supe que no iba a poder soportar sus palabras.
Cuando íbamos a salir, llegó una persona más, que reconocí
en seguida.
Lía.
Entró corriendo, por lo que, de no ser por Ancel, casi me
pasa por encima… O me atraviesa. Lo que sea.
Ancel me miró con la pregunta explícita en sus ojos.
–Tengo que ir –respondí solamente. No tenía tiempo para dar
explicaciones y no podía marcharme sin despedirme de mi mejor amiga.
Él asintió y yo le imité, para darle a entender que se lo
agradecía. Acto seguido me giré y corrí hacia el final de la sala, donde
encontré a Lía abrazando a Mike, mi hermano.
Luego le dio un beso en la boca.
Los miré con los ojos como platos. ¿Habían empezado a salir
ahora o antes de mi muerte?
Me acerqué más, agudizando el oído para poder captar algo de
su conversación.
–No se lo pudimos… –decía él.
–Lo sé. No sé cómo habría reaccionado.
Luego mi hermano dijo algo más, que hizo que ambos soltaran
una leve risita. En el fondo, me sentía feliz por ellos.
No podía culparlos al fin y al cabo. Si yo hubiese estado en
el puesto de mi mejor amiga tampoco habría sabido decírselo, y ninguno tenía
por qué saber que me iba a morir.
Les dediqué una sonrisa que no podían ver y me marché en pos
de Ancel.
Desandamos el camino hasta el parque donde nos habíamos
encontrado la primera vez. Para mi sorpresa, Ares estaba allí, echado en la
hierba.
Otra cosa que también me sorprendió era que aun tumbado
seguía siendo jodidamente más alto que yo.
–Es un frisón –informó Ancel–. Solo admite el color negro, y
los caballos de esta raza son bastante grandes.
–Lo he podido notar –repliqué, mirando de reojo al semental
que seguía con sus miradas venenosas hacia mi persona.
Ancel se acercó y le palmeó el cuello, para luego incitarlo
a levantarse. El animal obedeció, levantándose imponente sobre sus cuatro
patas, y Ancel me tendió la mano para ayudarme a subir.
–Qué caballeroso –ironicé.
–Espera a ver –esbozó una sonrisa traviesa que no me gustó
un pelo.
–¿Vas a parlotear o a ayudarme a subir?
–Pon las manos a ambos lados de la silla –lo hice–. Y ahora,
flexiona tu pierna izquierda.
Ancel me agarró la pierna.
–A la de tres, salta y pasa la derecha por encima, y ya
estás arriba.
–¿Dónde encaja aquí tu sonrisa malvada?
–Ya lo verás –se acercó a mí, puesto que noté su aliento
contra mi nuca–. Una, dos, tres.
Y salté, sintiendo la ayuda que Ancel me proporcionaba
impulsándome hacia arriba desde la pierna… hasta que puso su mano sobre mi
trasero.
Terminé de subir, y, cuando estuve acomodada sobre la
montura, le lancé la peor mirada del mundo. Alzó las manos, reprimiendo la
risa.
–Yo te avisé, y el que avisa no es traidor.
–No te tacho de traidor, pero el guantazo te lo llevarás.
Sonrió ácidamente y subió delante de mí.
–Vamos a cambiar de plano, así que agárrate fuerte –casi
pude ver su sonrisa irónica, pero le creía, por lo que pasé mis manos alrededor
de su cintura.
–Tengo una pregunta –dije antes de que partiéramos–. ¿Cómo
es que ya es mi funeral? Apenas han pasado unas horas desde mi muerte.
–El tiempo es diferente aquí –respondió Ancel.
–Pero cuando hemos ido allí, actuaban con normalidad. Es
decir, no iban más deprisa.
–Sí, bueno, me ha costado algo de trabajo.
No me dio tiempo a contestarle, porque agarró las riendas y
clavó los talones en los flancos del semental, quien obedientemente partió al
galope. Pero no era un galope corto.
El aire golpeando mi cara fuertemente me hizo cerrar los
ojos, por lo que no me enteré mucho de la transición. Tan solo noté algo que me
recorrió de arriba abajo, y luego nada.
Al abrir los ojos, una inmensa luz me envolvió. Y esa fue la
primera vista que tuve del Infierno.